Cada año, a finales de noviembre, Guadalajara se convierte en la capital de las letras hispanas. En la Feria Internacional del Libro confluyen la crema y nata de la literatura mundial. Los mejores autores en una verbena cultural de gran altura. Muchos nos hemos vuelto adictos a esa semana de intenso trajinar por un Guadalajara vibrante en todos los sentidos (la oferta culinaria tapatía, por ejemplo, es una de las más vanguardistas y deliciosas de la cocina mexicana).
Duele ver a nuestra Guadalajara asediada de esta manera. En estos días aciagos no puedo dejar de pensar en el gran error que, como país, cometimos al haber dejado ir uno de los proyectos culturales más ambiciosos en décadas. Me refiero a la cancelación de la construcción de un museo que, sin duda, se convertiría en un ícono nacional: el Guggenheim de Guadalajara.
Hace exactamente seis años, el director de Estrategia Global de la Fundación Solomon R. Guggenheim afirmó que el proyecto de museo para Guadalajara se había suspendido “fundamentalmente por una cuestión relacionada con la crisis económica, que impidió a las autoridades mexicanas tomar las decisiones que debían tomar en el plazo adecuado”. Una historia muy conocida por los mexicanos. Cuando se tenía el dinero para el proyecto, el gobierno se tardó en gastarlo. Vino la crisis de 2009. Los recursos escasearon. La solución fue suspender el magno proyecto. De esta forma, el país, todo, perdió la oportunidad de tener un centro cultural de clase mundial. A la basura fueron a parar dos millones de dólares que se habían invertido “para un estudio de factibilidad realizado en 2007, así como los 50 millones de pesos que se recibieron para el Fideicomiso Pro-construcción, con presupuesto federal, estatal y de la iniciativa privada”.
Ante la noticia, el entonces secretario de Turismo de Jalisco guardó silencio. Antes gritaba a los cuatro vientos que el proyecto de ningún modo se cancelaría. Cuando se suspendió, simplemente, se escondió. El que sí dio la cara fue el arquitecto que había ganado el concurso para realizar el proyecto, quizá el mejor de México, Enrique Norten. Lamentó la “miopía gubernamental que prefería construir iglesias en lugar de un inmueble cultural de atracción internacional”. Tenía toda la razón. Se refería a cómo el gobierno panista de Jalisco había financiado templos privados con dinero público. Más adelante derrocharía cientos de millones de pesos para financiar un evento deportivo —los Juegos Panamericanos— que dejaron muchas alegrías temporales, pero también varios elefantes blancos que hoy nadie usa.
Hace seis años ni el gobierno federal ni el de Jalisco ni el de Guadalajara hicieron lo que tenían que hacer para construir el Museo Guggenheim que se inauguraría antes de los Juegos Panamericanos de 2011. Se trataba de un proyecto fantástico. No cualquier ciudad cuenta con un museo Guggenheim. La fundación que los administra fue creada en 1937 como “una institución para coleccionar, preservar e investigar el arte moderno y contemporáneo”. Actualmente hay tres museos icónicos en Nueva York, Venecia y Bilbao. Se trata de edificios bellísimos, arquitectónicamente majestuosos, que contienen obras sensacionales.
Hace seis años perdimos la oportunidad de unirnos a ese club exclusivo de ciudades con un museo Guggenheim, con todos los beneficios que ello implica, en la maravillosa capital tapatía. México no pudo con el paquete. Qué pena. Y hoy, en lugar de estar hablando de su colección o arquitectura, observamos un Guadalajara violentado por los narcos. Menuda diferencia de un país que a veces no sabe definir sus prioridades.