Los empleados de la funeraria rompen el silencio que habían mantenido desde 1962
El 5 de agosto de 1962 Alan Abbott y Ron Hast recibieron su encargo más importante. La policía de Los Angeles solicitaba su asistencia en el levantamiento del cadáver de Marilyn Monroe. Todo indicaba que había muerto por sobredosis de barbitúricos hacía 3 horas, parecía un suicidio.
Alan Abbott y Ron Hast se conocieron en el colegio. Compraron su primer coche fúnebre para ir de campamento y realizar excavaciones arqueológicas. Con el tiempo acabaron fundando una pequeña empresa funeraria, Abbott & Hast. Eran discretos, rápidos. Quizá por eso se ganaron la confianza de las estrellas de Hollywood durante la década de los 60.
53 años después de la muerte de Marilyn, símbolo sexual e icono pop, Abbott y Hast han decidido romper su secreto profesional y contar al mundo en qué estado encontraron su cadáver. Lo han hecho en el libro Pardon My Hearse, que hoy mismo ha salido a la venta en Amazon.
En una exclusiva para el periódico The Daily Mail, los enterradores avanzaron que Marilyn estaba tumbada boca abajo en su cama, su cuello estaba amoratado e hinchado y su cara presentaba manchas de color púrpura.
En general, Abbott y Hast se sintieron decepcionados ante la poca sensualidad de la muerta.
«Hacía tiempo que no se teñía, ya que sus raíces eran oscuras y habían crecido alrededor de media pulgada. Su color natural del pelo era marrón claro, no rubio. No se había depilado las piernas desde hacía al menos una semana, sus labios estaban muy agrietados. También necesitaba una manicura y una pedicura», escriben.
Pero hay más: «Estaba sin lavar, no era tan guapa ni glamurosa. Era como una mujer de más edad, envejecida, que no ha cuidado de sí misma».
Los empresarios aseguran que Marilyn Monroe no tenía dientes cuando la hallaron muerta, que a sus 36 años llevaba dentadura postiza y que usaba «dos pequeños pechos falsos para realzar los suyos». De hecho, Abbott se los llevó a casa, probablemente intuyendo que su trabajo podía aportarle algunos ingresos extra tras su jubilación.
Lo más macabro de este asunto no es el sucio oportunismo de estos emprendedores fúnebres: a estas alturas, sacar tajada de los cadáveres famosos que han podido ver y tocar no es ni profesional ni ético, pero seguramente sea más legítimo que difundir un rumor falso en un medio sensacionalista.
Lo peor es la violencia eterna contra Marilyn Monroe: no se le permite estar fea ni siquiera el día de su muerte. Ser un icono, un objeto de consumo de masas implica que su figura puede seguir explotándose como un pozo sin fondo.
Podría decirse que ni siquiera el suicidio la liberó. Pocas horas después de su último aliento hubo gente que la juzgó como si aún estuviera de pie, bajo los focos.
Aunque también podríamos decir que en realidad estas revelaciones no le dolerán nunca. No porque ya no esté, sino porque la mujer que descansaba sobre aquellas sábanas blancas no era Marilyn Monroe. Era Norma Jeane Baker Mortenson.