El poeta y yo congeniamos. Estaba sólo. Acababa de invadir un piso porfiriano en un edificio en aquel entonces abandonado por la calle Isabel La Católica, a dos cuadras del Zócalo. Me llevó ahí y me dijo que me quedara a dormir, y a vivir. Mario tenía una novia llamada Xilonen Ruiz. Éramos todo su mundillo, a pesar de que después supe que Papasquiaro tuvo miles de amigos. Hoy, a 19 años de su muerte, ya tiene millones de amigos en internet.
Lo que supuso nuestro Mario Coz, de que estábamos locos, resultó cierto. Fue una parranda infinita desde que nos presentamos. No había momentos de sobriedad. Recorrimos media capital de la república en metro, autobuses, tranvías y hasta en taxis. No sé ni cómo se acabaron esos encuentros pues Mario y yo, como toritos de fuegos artificiales, agarrábamos rutas impredecibles.
Cierta vez, se nos hizo tan tarde que intentamos tomar el último tren del metro, y no nos permitieron ingresar debido a nuestra notoria ebriedad. Caminamos kilómetros de asfalto para llegar a Isabel la Católica, a aquel edificio en ruinas al que luego se le llamó La Abadía.
Llegamos tan borrachos que inmediatamente yo me eché a un petate y me dormí. No tardó mucho en que Xilonen fuera a zarandearme para alertarme de que Mario se estaba inmolando en sus propios libros. Y yo desperté también por el olor del humo. Voltee hacia el fondo del piso donde hubo una chimenea. En efecto, Mario se estaba achicharrando entre hojas de libros. Logramos, entre Xilonen y yo, apagar algunas flamas, pero les avisamos a los vecinos de una ciudad perdida en el piso intermedio del edificio y nos ayudaron a apagar totalmente la lumbre. Mario olía a greña quemada. Nos dormimos y al otro día tuvimos una jornada normal. Xilonen nos dio torta de huevo y café. Salimos y vagamos. Leíamos libros quemados. A ese episodio los ortodoxos del Movimiento Infrarrealista le llaman “La Pira”.
A los años, en 2002, por búsqueda de internet, supe que Mario Santiago Papasquiaro había muerto en la calle atropellado por los carros en Bulevar Aeropuerto en 1998. No me extrañó, porque Mario era muy dado a enfrentársele al intenso tráfico vehicular del entonces Distrito Federal. Pedí contacto con los del movimiento infrarrealista y conocí a varios entre ellos a Edgar Artaud. También conocí a un hermano de Mario, Héctor Zeta, que al cabo también nos unió férrea amistad.
En 2011 fui al homenaje anual que se le hace a Mario Santiago en el Panteón Francés, y leí un poema que iba dedicado a los infrarrealistas que Mario odiaba, y de los cuales ya se había desprendido desde que lo conocí en 1981. Esos infras hoy lo invocan como al inexistente Juan Diego, cuando en vida lo despreciaron y traicionaron. Pero ese es otro tema. Les dejo el poema “Debí dejar que Ardieras”, que por cierto está grabado en youtube y lo pueden escuchar de mi aguardentosa y tembladora voz.
Bernardo Macías Mora
Debí dejar que ardieras
Debí dejar que ardieras.
Para todo poeta en llamas,
el espacio es un inflamatorio térmico,
la horma de un perfil endemoniado y sádico.
Debí dejar que ardieras;
Debí dejar que huyeras con el hocico pletórico de cáscaras.
***
Vulcano erró en la pira;
Qué feo animal el mundo chamuscado,
el universo descarnado.
Qué sudorosa está la flama apincelada en el recuerdo.
Debí dejar que el fuego fuera el amo y señor del espectáculo;
La lumbre debió ser la super maravilla de una noche de celos
como justo homenaje a la novia arañada
***
Hubiera sido bueno el chapete, la melena moteada,
y las botas del Flash.
Debí dejar que ardiera; pero eché puños de agua
a todo el artilugio del altar Chimenea,
y ahora siento la culpa de negar al Profeta.
Interrumpí la gloria de otra creación, quizá,
la infraverdad del Caos
No hay elementos ya para salvar la vida
No supe a quién libré, olvidé el culto al Judas
***
Es de copal la noche.
Es de brillo celeste, es de erupción de estrellas.
Es de otro nacimiento, es de salvas, de estruendos.
es una emboscada de música de hipnosis, de estrofas caribeñas.
***
El silencio es un baile de bonzos y de incendios de jaujas.
La alfombra es una jacaranda,
las ideas son vapores en la quema de libros.
Por tus ojos hablarán las cuencas,
por tu boca la electrificación tartamudea el vahído,
por tus terminales se limita la extremidad promiscua.
Debí dejar que ardieras,
para encandilar a dios,
y elegir de entre tus asesinos a un encrinecido fósforo
***
Serías entonces la antorcha del divinalismo,
la luz de un estallido en ritornello.
con tu dragón de fondo en un gobelino de atardeceres,
y tu atuendo al rojo vivo de un dantesco anfiteatro
***
Te llamo y el sueño no despierta,
Te miro y manoteo, porque la existencia
no es ésta, achicharrada apariencia.
La milagrosa flotación de un ser viviente viene
de la desfloración de una matriz que alumbra.
Debí dejar que ardieras,
para el bien del infierno.
Fuiste un ser pirotécnico
y quieren imitarte,
porque hoy los que te adoran,
se embarran de tu parafina en el fundillo