Bernardo Macías Mora
En prosa, nos dice en “El Miedo a la Muerte”:
“Se podría yo decir cuándo experimenté la primera manifestación de este miedo, de este horror, debiera decir, a la muerte, que me tiene sin vida. Tal pánico debe arrancar de los primeros años de mi niñez, o nació acaso conmigo, para ya no dejarme nunca jamás. Sólo recuerdo, sí, una de las veces en que se revolvió en mi espíritu con más fuerza. Fue con motivo del fallecimiento del cura de mi pueblo, que produjo una emoción muy dolorosa en todo el vecindario. Tendiéronle en la parroquia, revestido de sus sagradas vestiduras, y teniendo entre sus manos, enclavijadas sobre el pecho, el cáliz donde consagró tantas veces. Mi madre nos llevó a mis hermanos y a mí a verle, y aquella noche no pegué los ojos un instante. La espantosa ley que pesa con garra de plomo sobre la humanidad, la odiosa e inexorable ley de la muerte, se me revelaba produciéndome palpitaciones y sudores helados.
— ¡Mamá, tengo miedo!—gritaba a cada momento; y fue en vano que mi madre velara a mi lado: entre su cariño y yo estaba el pavor, estaba el fantasma, estaba « aquello » indefinible, que ya no había de desligarse de mí…
Más tarde murió en mi casa una tía mía, después de cuarenta horas de una agonía que erizaba los cabellos. Murió de una enfermedad del corazón, y fue preciso que la implacable Vieja que nos ha de llevar a todos la dominara por completo… No quería morir; se rebelaba con energías supremas contra la ley común… «No me dejen morir —clamaba— ; no quiero morirme…»
Y la asquerosa Muerte estranguló en su garganta uno de esos gritos de protesta.
Después, cada muerto me dejó la angustia de su partida, de tal suerte, que pudo decirse que mi alma quedó impregnada de todas las angustias de todos los muertos; que ellos, al irse, me legaban esa espantosa herencia de miedo… En el colegio, donde anualmente los padres jesuitas nos daban algunos días de ejercicios espirituales, mi pavor, durante los frecuentes sermones sobre «el fin del hombre », llegó a lo inefable de la pena. Salía yo de esas pláticas macabras (en las cuales con un no envidiable lujo de detalles se nos pintaban las escenas de la última enfermedad, del último trance, de la desintegración de nuestro cuerpo), salía yo, digo, presa del pánico, y mis noches eran tormentosas hasta el martirio.
Recordaba con frecuencia los conocidos versos de Santa Teresa:
¡Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero
que muero porque no muero!
y envidiaba rabiosamente a aquella mujer que amó de tal manera la muerte y la ansió de tal manera, que pasó su vida esperándola como una novia a su prometido…
Yo, en cambio, a cada paso temblaba y me estremecía (tiemblo y me estremezco) a su solo pensamiento.
Murió de ahí a poco en mis brazos un hermano mío, a los diez y ocho años de edad, fuerte, bello, inteligente, generoso, amado… y murió con la serenidad de una hermosa tarde de mis trópicos.
—Siempre temí la muerte —me decía—; mas ahora que se acerca, ya no la temo: su proximidad misma me parece que me la ha empequeñecido… No es tan malo morir… ¡Casi diría que es bueno!
Y envidié rabiosamente también a mi hermano, que se iba así, con la frente sin sombras y la tranquila mirada puesta en el crepúsculo, que se desvanecía como él…
Mi lectura predilecta era la que refiere los últimos instantes de los hombres célebres. Leía yo y releía, analizaba y tornaba a analizar sus palabras postreras, para ver si encontraba escondido en ellas el miedo, «mi miedo», el implacable miedo que me come el alma…
—Now I must sleep — (Ahora debo dormir), decía Byron, y había en estas palabras cierta noble y tranquila resignación que me placía.
—Creí que era más difícil morir…—decía el feliz y mimado Luis XV, y esta frase me llenaba de consuelo… Ese, pues, no había tenido miedo ni había sentido rebeliones…
—Dejar todas estas bellas cosas…— clamaba Mazarino acariciando en su agonía con la mirada los primores de arte que llenaban su habitación, y este grito de pena no me desconcertaba, porque yo a la muerte no le he temido jamás porque me quita lo que es mío… El amor a las cosas es demasiado miserable para atormentarme.
—¡Todo lo que poseo por un momento de vida!—gemía, agonizante, Isabel de Inglaterra, y este gemido me congelaba el ánima.
— ¡Mí deseo es apresurar todo lo posible mi partida!—exclamaba Cromwell, y yo creía sorprender en esa frase la impaciencia angustiosa que se tiene de salir cuanto antes de un martirio insufrible.
—¡Vaya una cuenta que vamos a dar a Dios de nuestro reinado!—murmuraba Felipe III de España, y estas palabras me acobardaban más de la medida.
—¡Ah! ¡Cuánto mal he hecho!—sollozaba Carlos IX de Francia, recordando la Saint Barthelemy, y este sollozo me pavorizaba el corazón.
—Agradábame sobremanera la desdeñosa frase del poeta Malherbe, ya saben ustedes, el autor de aquella estrofa que hizo célebre (envaneceos alguna vez legítimamente, señores cajistas) una errata de imprenta:
“Nació de un mundo donde las cosas más bellas Tienen el peor destino, Y Rose, vivió lo que viven las rosas: El espacio de una mañana …
Al padre que le hablaba de eternidad y le encarecía que se confesara, Malherbe respondió:
—He vivido como los demás, muero como los demás y quiero ir… adonde vayan los demás…
En cambio, las palabras de Alfonso XII:
«¡Qué conflicto! ¡qué conflicto!»—me aterrorizaban hasta lo absurdo.
Y a medida que iba creciendo, este miedo a la muerte adquiría (y sigue adquiriendo) proporciones fuera de toda ponderación. Es raro, por ejemplo, que se pase una noche sin que yo me despierte, súbitamente, bañadas las sienes en sudor y atenazado, así de pronto, por el pensamiento de mi fin, que se me clava en el alma como una puñalada invisible.
¡Yo he de morir—me digo—, yo he de morir!
Y experimento entonces con una vivacidad espantosa toda la realidad que hay en estas palabras.
(Continuará)