Por Daniel Aceves Rodríguez
Michael Collins, Neil Armstrong y Edwin F. Aldrin formaron parte de aquella histórica misión que quedó grabada para la posteridad con la frase “un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”, un día singular de hace 53 años en que más de seiscientos millones de televidentes en el mundo entero éramos testigos presenciales de uno de los hitos más importantes en la historia; la llegada del hombre a la luna; que ante la mirada atónita provocada por las imágenes que se recibían gracias a la transmisión televisiva, se observaba como el Apolo XI que había despegado de Cabo Cañaveral Florida cuatro días antes alunizaba y mientras Michael Collins permanecía en la nave, sus dos compañeros caminaban en ella como dando saltos, dejando huellas de sus pisadas, una bandera de los Estados Unidos de Norteamérica y una placa alusiva a su conquista que premonitoriamente expresaba: “ Aquí llegamos a la luna, hombres del planeta tierra, julio de 1969 Después de Cristo; venimos en paz en nombre de toda la humanidad”, postrer testigo de esta inédita hazaña en un paraje de la superficie lunar bautizado como Mar de la Tranquilidad, nombre que contrastaba con lo convulso del mundo en ese momento.
Por fin el hombre, creatura de la tierra había conseguido un sueño que parecía imposible, si ya el navegante genovés Cristóbal Colón 477 años antes había desafiado los mares y las enigmáticas aguas de los océanos habiendo llegado a descubrir un nuevo continente en la intención original de abrir rutas por demás importantes principalmente para el comercio y crecimiento económico allende las fronteras que incidió posteriormente en fuente de evangelización y transculturización, pero también de dominio político y de poder , ahora ese mismo hombre usando la tecnología, había cruzado el espacio sideral para llegar a ese lugar deseado, principalmente con el objetivo de corroborar su poderío y ostentarse como el ganador de una carrera por el dominio político, mediático, social en una lucha encarnizada por escribir con su puño y letra una historia de loas y triunfos.
Eran los últimos años de la década de los cincuentas cuando la carrera espacial soviético estadounidense se unió a ese reto entre las dos potencias del orbe que representaban los intereses de dos ideologías encontradas y enfrentadas en una Guerra Fría de carácter político, económico, social, informativo, científico y deportivo, donde la obsesión por dominar el espacio era ahora la máxima más importante, tal como lo dijera a principios de los años sesentas Lyndon B. Johnson vicepresidente de los Estados Unidos: “ A los ojos del mundo el primero en el espacio significa el primero, punto; el segundo en el espacio significa el segundo en todo”, y no podía ser menos, ya para esas fechas los soviéticos habían mandado desde 1957 el primer satélite artificial llamado Sputnik 1 con fines de propaganda y espionaje, igualmente habían enviado al primer ser vivo a la órbita en la figura de la perrita Laika que no soportó la diferencia de presiones y las altas temperaturas y regresó ya sin vida, no así el primer cosmonauta que entró en órbita con la nave Vostok 1 llamado Yuri Gagarín, era evidente que ante esto los norteamericanos no podían quedarse cruzados de brazos confrontados con la magnitud del avance soviético, y así el Presidente Kennedy promovió y aceleró ingentes sumas de presupuesto para investigación, instalaciones y desarrollo tecnológico que acrecentara y potencializara este rubro.
Su trágica muerte acaecida en 1963 no fue obstáculo para que sus sucesores Johnson y posteriormente Richard Nixon aceleraran el paso en los programas Apolo y las investigaciones de científicos como Von Braun que superaron ampliamente a lo que investigadores rusos como Serguei Koroliov y sus Sputnik lograban tener; así en un mundo convulso por la desgastante guerra de Viet Nam, el fortalecimiento de Cuba como satélite soviético en América Latina, el fenómeno hippie, las drogas psicodélicas como el LSD y los alucinógenos, las ideas revolucionarias para los jóvenes que venían de ideólogos de la Francia de mayo del 68 enarbolando la bandera de la brecha generacional que tanto efecto tuvo entre la juventud de aquellos años y que fue importante germen para desencadenar en nuestro país el movimiento estudiantil en el verano de aquel año previo a las Olimpiadas que por primera vez se llevarían en un país de América Latina, evento donde por cierto los Estados Unidos impusieron su preeminencia ante unos soviéticos que en el medallero fueron superados ampliamente; así en este contexto de turbulencia mundial un 20 de julio de 1969 Los norteamericanos Neil Armstrong, Edwin F. Aldrin y Michael Collins testificaban al mundo que ganaban la carrera espacial, que cruzaban la meta, que eran superiores, que tomaban muestras lunares acuatizando un 24 de julio en las aguas del Océano Pacífico.
Así aquel milenario lugar, deidad mitológica, divina, de influencia en los calendarios, en el arte, en la mitología, en la heráldica, símbolo del Islam (media luna), expresión de poder femenino, esa Diosa Selene de los griegos, aquella que nuestros antepasados aztecas simbolizaron con la imagen de Coyolxauhqui hija de la Diosa Coatlicue que fue desmembrada por su hermano Huitzilopochtli y desde entonces campea en el empíreo cielo engalanada por cascabeles, aquel satélite tan estudiado por Galileo Galilei y su telescopio, había ya sido conquistada, el hombre había dado un gran salto para la humanidad tal como lo dijo Armstrong y como muchas otras preguntas que pueden surgir de esta hazaña; ¿Realmente habrá sido beneficioso esta conquista, o solo fue un galardón más para las vitrinas de una potencia en una Guerra por el orgullo de ser?, en la Historia quedará como el día que el hombre llegó a la Luna.