Capos y prohibición

La tragedia de Ayotzinapa abrió una caja de Pandora sumamente dolorosa (tantas familias destinadas a vivir hasta el fin de sus días bajo la sombra de la desaparición de sus hijos, de no tener un lugar preciso en dónde llorar su pérdida), abominable (aún escucho la narración de hechos que hicieron los detenidos a la PGR y no concibo tanta saña más que en el paraíso del diablo) y vergonzosa (de pronto todos los partidos se espantaron y se preguntaron —porque todos dicen que no tenían ninguna idea— cómo es que el narco se ha filtrado en los varios niveles de la función pública). Pero además de todo este horror, extraña e injustamente hasta ese momento nos sensibilizamos e indignamos de una manera colectiva abrumadora. Y digo injusto porque aquella noche de Iguala no fue el primer atentado contra la seguridad de tal magnitud: en donde además de las tantas muertes, nos enteramos del dolo y la sangre fría con la que trabajan los miembros de los cárteles de la droga. Ellos son y serán siempre los enemigos: los narcotraficantes, los criminales. Mientras no sean “metidos al redil” de la legalidad, su emporio seguirá creciendo y cobrando las víctimas que el “negocio” reclame.

Lo escribo así, a manera de reclamo y como ejercicio de memoria, porque antes de Ayotzinapa contábamos a los 52 muertos del Casino Royale en Monterrey. También, antes de Ayotzinapa, contábamos a los casi 300 migrantes muertos en San Fernando, Tamaulipas. Éstos, actos fueron ordenados por Omar Treviño, “el Z-42”, hoy ya detenido. Hace un par de días, Monte Alejandro Rubido hacía oficial su detención. Se realizó en una casa de seguridad en la capital de Nuevo León. Y junto a esos actos atroces, otros de aparente menor calibre, ¿pero qué son si no las decenas, centenas, miles de osamentas halladas en las fosas de Iguala y de Cocula, o los descabezados en Morelia y en Jalisco o los colgados de Veracruz y Santa Fe?

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Cada gran golpe al narco trae consigo la misma pregunta: ¿ahora sí nos deshicimos del grupo criminal que comandaba? La respuesta ya la conocemos: no; porque la hidra tiene mil cabezas. Aunque más allá del poco optimismo, lo cierto es que a lo largo de los años y de las tantas detenciones de capos —tan peligrosos como buscados, incluso, por la DEA— entendemos cómo éstos heredan su lugar. Siempre hay alguien que ocupa su silla para que su organización siga operando. Esto tampoco significa que la detención de cualquiera que sea el criminal, no signifique algo. Por el contrario, esto habla del trabajo de inteligencia que se realiza en el país, de cómo al paso del tiempo se han perfeccionado las estrategias de búsqueda de criminales. En los últimos meses varios han sido los capos detenidos, apenas hace una semana Servando Gómez, “La Tuta”, fue detenido en Morelia, Michoacán.

Sin embargo, con el entendido del buen trabajo que realiza el Gabinete de Seguridad, ahora sólo falta que ello se enriquezca con nuevas formas de atacar a los criminales. Sí, de nuevo aquí, como tantas otras veces, pongo el dedo en el renglón en donde se habla (o se evade) sobre la legalización.

“La experiencia mexicana coincide con la mundial: miles de muertos, centenas de miles de presos, redes criminales en expansión, décadas de escándalos, corrupción y crimen sin que pueda alegarse ninguna mejora en el bien buscado que es reducir el consumo de las drogas prohibidas.

El daño que pueden hacer a la sociedad las drogas prohibidas está mezclado en la imaginación pública con la violencia y los crímenes que genera su persecución. Por los tonos sangrientos de la guerra que se libra contra ellas, esas drogas han adquirido connotaciones malignas. Tienen fama de ser las más adictivas y mortíferas. Eso dice la imaginación colectiva. Las cifras dicen otra cosa…”, escribió así Héctor Aguilar Camín en Milenio.

No es ninguna idea a botepronto, es más bien una idea que debe comenzar a debatirse en serio. Y por supuesto tampoco es sólo mía. Somos decenas de cabezas que no consumimos ninguna droga (o en todo caso sólo las legales —que no están manchadas de sangre inocente—, como el cigarro o el alcohol). Lo he escrito aquí en repetidas ocasiones. Hay cifras, hay resultados. Hay elementos comparativos que permitirían sustentar los puntos buenos de la legalización en un país como el nuestro, en donde es el poder financiero de los grupos criminales lo que les permite operar: no sólo comprar armas, sino pagar a sus sicarios y a los egos de los funcionarios que se dejan seducir por ellos, aquellos egos fáciles de corromper.

La detención del “Z-42” es un gran golpe. Lo mismo fue la de “el Chapo”, la de “La Tuta”, pero sigue haciendo falta que se redonde una estrategia de combate al crimen organizado. Así como no hay miedo para la persecución y la detención de grandes capos, que tampoco lo haya para este tan necesario debate.

Ya tuvimos Casino Royale, San Fernando y, claro, Ayotzinapa. Además de las tantas tragedias que han quedado en el anonimato, ¿es necesario esperar otra para tomar en serio el fin de la prohibición como el único fin de la violencia?

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