Parte I
Por Daniel Aceves Rodríguez
Hemos hablado ya de lo que fue la Conquista y el correspondiente proceso de encuentro de dos culturas que trajo como consecuencia la formación de nuestra nacionalidad, proceso que se fraguó durante tres siglos una etapa de mestizaje racial y de un sincretismo cultural (1521 a 1821) donde el resultado ya no fue una raza española o indígena, sino mestiza, donde las características de su expresión oral, sus estilos de vida, su poiética (aquella que los griegos llamaban el hacer del hombre, su producción) que serán factor preponderante como aportación patrimonial a lo largo y ancho del mundo.
Hablemos por ejemplo de la arquitectura mexicana, en ella se destacan estilos de exquisita finura psíquica como son el plateresco, churrigueresco y el rococó llenos de un abigarrado concepto de figuras y colores propios de nuestra tierra, que se asemejan o son la versión nuestra del estilo barroco español. Así como esta aportación a las Bellas Artes; el mexicano se distingue por un rasgo de una delicadeza espiritual fruto de ese sincretismo que por igual se desborda en su fina joyería llena de filigrana y e imágenes que transportan hacia aquellos adornos que portaban las damas y los caballeros aztecas en un linaje de alegoría y estética, y que decir de la riqueza melódica de la canción popular inundado de un sentimentalismo y altivez como lo demuestran nuestros tradicionales corridos mucho más emotivos que los recios romanceros españoles que contaban las loas de los grandes próceres europeos.
Ni que decir de nuestro ingenio cómico y de la sutileza y picardía, de los dobles sentidos o el célebre producto de exportación que es nuestro albur mexicano mezcla de dinamismo, agilidad mental y un desinhibido pudor o ingenuidad precoz para quién lo escucha, y si de lenguaje hablamos el producto de este mestizaje generó en los latinos una tendencia marcada al hablar con rodeos, o sea el uso de circunloquios en una forma por demás evidente para no comprometerse mucho con lo que se expresa, por ello; nuestro mundialmente conocido personaje de Cantinflas es el máximo expositor de la expresión verbal de mucho de nosotros, “hay que hablar mucho, pero no decir al final nada, ah pero que bonito se escucha”, y ni qué decir de ese procedimiento para el uso de los diminutivos o aumentativos sobre todo en el trato personal o cuando se quiere lograr algo y se desea ser cariñoso, igualmente y con una refinada maestría es el uso de términos que denominamos “elásticos” para las mediciones de tiempo, el clásico “Orita” de un mexicano puede significar pronto, mucho después o un nunca… y más si estos vienen acompañados de un diminutivo como es el orititita, un ratito o ratititito que son milagrosas bocanadas de oxígeno para ganar tiempo o para salir de un atolladero por demás presionante, recurso del cual desde chicos manejamos con soltura y desparpajo supino.
Este lenguaje sutil del mexicano esta conjugado como producto del laconismo oriundo y la contrastante rudeza verbal del español y su franqueza que muchas ocasiones raya en lo grosero, por ello las palabras floridas de nuestro vocabulario y que son las primeras que aprende un extranjero al visitarnos o las segundas que enseñamos a un cotorrito parlante en su jaula, fueron puestas de acuerdo a las crónicas mencionadas por Bernal Díaz del Castillo en nuestro léxico por los evangelizadores que veían como el español era dado a la blasfemia al montar en cólera y por ello buscaron “malas palabras” sin un sentido claro que fueron convertidas en eufemismo para ser usadas como sucedáneas en estas situaciones embarazosas.
Saltando a otro rasgo de nuestra personalidad mestiza, se presenta la manera que entendemos el amor, la amistad y el trato con propios y extraños, en este concepto el mexicano aúna a la caballerosidad del español la ternura y sensibilidad indígena dando así una integración muy afectiva y fuerte con su familia, muy diferente a los lazos que se generan en la cultura sajona o incluso en la Europa central, por eso mismo el mexicano es exigente en el cariño, y susceptible hasta el resentimiento vengativo cuando no le se le corresponde, o menosprecia; para un nacional no hay cariño más grande, más sublime, y más patente como el que está centrado sin equivalencia humana posible en la figura de la madre, por eso no hay mayor ofensa que pueda hacérsenos que aquella que vaya dirigida a nuestra progenitora, aunque en lo individual cada que cometemos un error, o no nos parece algo traemos a colación esa coloquial frase que adjetiviza a la autora de nuestros días, incluso acompañado de alguna expresión no verbal.
En la amistad el mexicano es todo un derroche de características y franca camaradería donde se transita por un marcado vaivén de sentimientos, filias y fobias siendo patentes los cuates, los compadres que representan un apartado muy especial en el sentir y poseer ya que muchas veces se mide uno en función de cuantos compadres se tengan sin importar quienes son los ahijados, pero esto de la amistad es otra historia…