Por Daniel Aceves Rodríguez
“Amo el canto del cenzontle
Pájaro de las
Cuatrocientas voces,
Amo el color el jade
Y el enervante perfume
De las flores,
Pero lo que más amo
Es a mi hermano
El Hombre”
Los versos anteriores pertenecen a la inspiración del llamado “Rey Poeta” el célebre tlatoani de Texcoco; Netzahualcóyotl (coyote que ayuna) prototipo de la sensibilidad y armonía cultural de nuestros antepasados prehispánicos que en estas bellas y fértiles tierras de Mesoamérica fructificaron en aportaciones diversas a las artes plásticas, a la espiritualidad, al folclore y a una inmensa gama de expresiones nacientes de una filigrana y un alma florida en emanaciones egregias del espíritu.
Es nuestro personaje un digno ejemplo para entender ese mestizaje racial y ese sincretismo cultural que se da en la formación de nuestra nacionalidad donde se mezclan el romanticismo europeo del español y la delicadeza espiritual del mesoamericano tal como lo expresan los distintos estudios sobre la formación propia de nuestra forma de ser y de sentir; es Netzahualcóyotl quien durante su gobierno comprendido de 1429 a 14 se lleva a cabo la construcción de proyectos arquitectónicos de servicio y ornato entre Texcoco y Tenochtitlán, destacándose presas, acueductos, palacios, templos, monumentos calzadas y jardines, reconocida es su labor desarrollada en el bosque de Chapultepec y de Tezcutzingo donde planto flores, preservo manantiales y árboles así como la construcción de un zoológico, su palacio y un enorme jardín botánico plagado de bellas y exóticas flores.
No es casualidad que el propio Hernán Cortes quedara admirado de lo que encontraba en estas tierras después de su periplo desde Veracruz hasta la capital mexica iniciado en 1519 y que a la letra escribía en sus Cartas de relación escritas ya en 1522 dirigidas al monarca Carlos V
“Y sus infinitos árboles de diversas frutas y muchas flores y hierbas olorosas que cierto es cosa de admiración ver la gentileza y grandeza de esta huerta”.
Era patente la admiración y gusto que sentía Hernán Cortes y sus hombres al observar no solo las riquezas naturales de la región, sino más allá el portento de una cultura que dentro de su politeísmo y distancia de lo europeo había podido dominar aspectos de la naturaleza y generar aportaciones que eran bien recibidas en el continente europeo.
Dentro de estas fascinantes cosas, en esos jardines botánicos y abrevaderos de flora y fauna se destacaba una especie de flor no conocida en el viejo mundo y que para los conocedores en aspectos botánicos era de llamar la atención; los mexicas la llamaban atlcotlixochit de atl agua, cocotl tubo o tubérculo y xóchitl flor, también algunos la denominaban xicamiti parecido a flor de jícama o flor de camote dado la base de la misma en flor de tubérculo a la cual le daban diversos usos, desde el bello aspecto de ornato por la variedad de especies y colores, así como de propiedades medicinales y nutritivas.
Esta flor que se conoce tuvo su origen en Aztlán o el lugar de las garzas, el mítico paraje de donde partió la peregrinación que tuvo a bien llegar al lugar indicado por los dioses y fundar ahí su ciudad sagrada; ahí en ese lugar de base lacustre y pantanosa donde el genio de aquellos hombres convirtió en lo que hoy es Ciudad de México los aztecas la domesticaron, cultivaron, cruzaron y reprodujeron de tal forma que aquella planta florecía con singular garbo y esmero.
“Traían en las lagunas y su tierra Aztlán un cu, y en ella el templo de Huitzilopochtli, ídolo Dios de ellos, en su mano una flor blanca, en la propia rama del ganador una rosa de castilla, de más de una vara en largo, que llaman ellos Aztlaxóchitl de suave olor”, así lo expresan las crónicas de Alvarado Tezozómoc donde hace referencia a esta bella flor que al igual que con nuestra nochebuena que fue llevada a los Estados Unidos por Joel R. Poinsset ya posterior a la Independencia; durante la Nueva España los peninsulares botánicos exportaron muestras de esta flor cuando Vicente Cervantes director del Jardín Botánico de la capital envió semillas a Madrid donde Antonio Cavanilles la cultivo y le puso el nombre de Dalia en honor al botánico sueco Andrés Dahl, exitoso alumno del padre de la Taxonomía botánica y de la nomenclatura binomial.
Ya con un nombre diferente y castellanizado nuestra flor se catapultó mundialmente brillando como ornato en un sinfín de casas, regalos, detalles llevando intrínsecamente todo ese bagaje espiritual de nuestros antepasados prehispánicos que veían en ella un símbolo de orgullo, fuerza, vitalidad y belleza, tal como el gran Netzahualcóyotl pudo hallar en ella cuando la consideraba dentro del mosaico multicolor de flores que integraban su jardín.
Siglos después nuestro país le dio a esa flor embajadora la distinción de ser considerada la Flor Nacional de México, eso ocurrió un 13 de mayo de 1963 bajo la presidencia de Adolfo López Mateos quien a sugerencia de la Asociación Nacional de Floricultores y viveristas de México, así como del Periódico Excélsior que promovieron e hicieron todo lo posible por darle a la Dalia ese lugar que se merece por ser una flor netamente de raíces nacionales y con un misticismo que engloba el sentir de esa parte tan importante de nuestra nacionalidad; posteriormente en el año de 2007 quedó instituido que el día 4 de agosto se considere como el Día Nacional de la Dalia.
Nos enorgullecemos que una flor tenga la distinción nacional y se le reconozca su origen, nuestro origen, tal vez si tuviera su nombre original sería de más impacto y probablemente para más personas no pasaría desapercibido su raíz netamente mexicana, muy contrario a lo que Charles Linneo maestro de la persona de la cual toma su nombre esta flor decía “Si ignoras el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabes de ellas”.