(Los Arreglos)
Por Daniel Aceves Rodríguez
Transcurría ya el mes de marzo de 1929, el movimiento armado que había brotado por el pueblo católico mexicano desde hacía ya más de dos años no cejaba en su intento de resistirse ante la intransigente Ley Calles que había limitado a su máxima expresión la práctica del culto religioso llevando a recrear el tiempo de las persecuciones y la iglesia de las catacumbas; los levantamientos en diferentes regiones del Bajío y Occidente del país habían superado a las tropas federales que no obstante su armamento y disciplina eran virtualmente avasalladas por la fuerza y el empuje de las huestes que enarbolaban el grito de ¡Viva Cristo Rey!.
Junto a este galopante avance cristero surgiò un nuevo frente para el gobierno interino del Presidente Emilio Portes Gil; la noticia de la rebelión del General Gonzalo Escobar (rebelión escobarista) que provocó la ruptura de una buena parte del ejército federal, puso de manifiesto la urgencia de buscar soluciones a estos dos conflictos que atacaban el omnímodo poder del General Calles ya que no era vago pensar que en un momento la Guardia Nacional Cristera se podía aliar con la facción sublevada y crear un frente común.
A pesar de que la rebelión escobarista tenía fortaleza en Veracruz, Durango y Sonora, al callismo le fue prestado un gran apoyo por parte del vecino del norte a través de su embajador Dwight Morrow desplegando gran cantidad de armamento y la participación de aeroplanos de combate que brindaron superioridad sobre las tropas sublevadas.
Apagada la rebelión, con un general Escobar en el exilio, y ante el inminente proceso electoral que se avecinaba, el objetivo era buscar la manera de detener el movimiento cristero con alguna estrategia diferente a las armas donde ya era evidente que por ese medio no se lograría la victoria; así el gobierno empezó una búsqueda diplomática para ver si por medio de algunos prelados no tan comprometidos con el movimiento, se pudieran prestar para hacer llegar a Roma una iniciativa que el Papa Pío XI pudiese avalar y así signar un acuerdo que restableciera el culto público y con ello poder finalizar este conflicto bélico.
Claro que al igual que en el conflicto escobarista, Calles y Portes Gil contaban con el aval y total apoyo del embajador Morrow quien ya había movido los hilos de la trama involucrando a altas jerarquías eclesiásticas de Norteamérica y a diplomáticos de otros países como sucedió con el embajador de Chile en México.
La trama establecida seguía su cauce y el Gobierno encontró en los obispos Leopoldo Ruiz y Flores Arzobispo de Morelia delegado Apostólico y Pascual Díaz Barreto Obispo de Tabasco, después nombrado Arzobispo de México, a dos fieles alfiles con los que sin mediar ningún contacto con los dirigentes de las fuerzas combatientes, o las asociaciones como la LNDLR o la ACJM, se prestaron a ser los representantes de la jerarquía eclesiástica de México, interlocutores de las negociaciones con el Gobierno y el enlace con el Vaticano y el Papa.
Junto a estas negociaciones unilaterales, el movimiento cristero recibió un golpe muy fuerte al perder a su jefe militar Enrique Gorostieta Velarde quien cayó abatido en una emboscada en Hacienda del Valle Jalisco un 2 de junio de 1929, justo cuando de acuerdo a sus cálculos el triunfo del movimiento ya se veía cercano; mucho se comenta que este acontecimiento se debió a una delación de uno de sus subalternos; el impacto de su muerte fue importante pero no quedó acéfala la jefatura, ya que Jesús Degollado Guizar fue nombrado en su lugar, siguiendo los planes que se tenían con el extinto jefe.
Mientras en el campo de batalla las ráfagas y los vítores a Cristo Rey resonaban con estrépito, con el mayor sigilo entre telegramas, misivas, reuniones y viajes que variaban de Washington, Roma, D.F., las negociaciones diplomáticas por llegar a un acuerdo se realizaban con una rapidez extraordinaria, para plantear una propuesta que trajera el aval de Roma y que fuera aceptada por el presidente Portes Gil.
La decisiva acción del embajador Morrow, de la jerarquía apostólica de Washington y la ligereza y disposición de los obispos Ruiz Flores y Díaz Barreto, lograron que el 20 de junio llegara un telegrama desde Roma donde se autorizaba a los obispos aceptar la reanudación del culto siempre y cuando se cumpliera también con: a) La amnistía para todos los levantados en armas, b) la devolución de las casas curales y episcopales confiscadas, c) la garantía completa a la estabilidad para la práctica del culto, a esto se le conoció como el Modus Vivendi.
Los acuerdos se firmaron, y los Cristeros sin saberlo y con sorpresa recibieron la orden de detener el fuego y su movimiento, ya que los templos serían reabiertos y los sacramentos se llevarían a cabo; la indicación de regresar a sus casas y deponer las armas se fue dando paulatinamente en las diferentes localidades ante la confusión y en muchos casos negativa e incredulidad ante los nefandos acuerdos, la Guardia Nacional se licenció con el natural desaliento de aquellos hombres.
Sin mediar réplica, el culto se reanudó, pero no se respetó ese modus vivendi, que fue catalogado como modus moriendi, ya que los principales jefes cristeros fueron eliminados traicioneramente y algunos obispos y sacerdotes desterrados del país, los acuerdos fueron una salida diplomática que nunca contó con presencia de la voz autorizada y representativa del movimiento cristero.
Así se cerró una etapa del México post revolucionario que tendría las primeras elecciones donde ganaría un partido nuevo que aglutinaba a los tres sectores más importantes del país, el genio del jefe máximo de la revolución mexicana para brindar estabilidad al país estaba en marcha, se dice, se había consumado el primer fraude electoral, pero esa será otra historia.