La Cuaresma anunciaba
La sola idea de la llegada de la Cuaresma, independientemente de su significado religioso, asociaba en el imaginario colectivo de la sociedad tepicense el advenimiento de paseos cada fin de semana, hasta llegar a Semana Santa, etapa a la cual se le llamaba “periodo de vacaciones cortas”.
Los niños y jóvenes de entonces conocíamos perfectamente San Blas y Mazatlán, porque a nuestros padres les tocó pasearse en estos alegres y bulliciosos puertos.
Pero en la década de los sesenta, se rumoraba de una bahía inaudita, con una peña cerca de la playa, y con plácidas aguas, casi sin oleaje.
En tanto, ya casi para 1970, en Tepic era muy común escuchar las palabras Peñita de Jaltemba y Rincón de Guayabitos.
A Pasear se ha dicho
Escuchábamos tan dulces las aventuras de quienes ya habían visitado el paraíso de Guayabitos, que de pronto casi todos los paseos de los tepicenses apuntaban allá. Nuestros viejos pensaban en comprar un carro en donde cupiéramos todo el chiquillero, y las tías, y los vecinos, y los compadres y los amigos.
Obviamente no había vehículos compactos para tal fin, de modo que las familias más numerosas rentaban camionetas y hasta “circuitos”, que así le decíamos a los camiones de rutas urbanas.
El camino
Salíamos desde la Cruz de Zacate por dos carriles que apenas estrenaban un nuevo trazo hacia el sur y recién pavimentados. Eran carreteras muy estrechas. Los sábados y los domingos se formaban largas filas de vehículos.
Pasábamos por una peligrosa curva muy forzada, “la curva del guayabo”. Antes de llegar al poblado de Xalisco se entraba a un empedrado.
Y la cola de autos seguía uno tras otro, casi interminable.
De Xalisco a Compostela continuaba la carretera muy angosta pero pavimentada. Con frecuencia había derrumbes de materiales pétreos sobre la vía asfáltica, de por sí, accidentada por los baches.
Pasaba a un lado de Compostela, tal y como está actualmente la ruta, hacia el cerro, hacia la sierra. Y empezaba la subida en donde algunos motores ya bufaban. Por fin en algún lugar del cerro, se llegaba a cruzar un arroyo de no mucha profundidad. Pero los choferes detenían los carros para echarle agua a los radiadores y revisar el aire de las llantas.
La ilusión era llegar
Nosotros los pequeños y jóvenes viajeros no nos dábamos cuenta de las dificultades del camino, ni del esfuerzo de los padres por hacernos llegar a la ilusión del paraíso.
Enseguida retomábamos la marcha. Bajábamos la sierra y sabíamos que el mar estaba cerca. Uno sabe que el mar está cerca por el color del sol, y por la saliva del calor. Allá arriba del cerro se terminaba el pavimento y se continuaba por el camino terregoso. Varios kilómetros tragándonos el polvo. Y eso qué. La ilusión era llegar.
Las Varas
Como entre brumas, atisbábamos un caserío de palapas. Los choferes decían, llegamos a Las Varas, y los viajeros respondíamos, ¿cuánto falta para llegar a la playa?, y no faltaba quien dijera, como otra media hora.
Quizá nos detuviéramos un poco cerca de Las Varas a la estación chí o a estirar los músculos. Luego de cinco o seis minutos, volvíamos a acurrucarnos en los asientos y reiniciábamos el viaje.
En dos o tres rectas de terracería ya estábamos frente a aquel maravilloso espectáculo azul y verde. Cielo, playa y maleza. Por fin, descubríamos la playa como si nadie la hubiera visto antes, como si no existiera antes de nosotros.
Los niños y los jóvenes ya íbamos en traje de baño y no esperábamos orden alguna para meternos a esa albercota.
Mientras, la gente grande preparaba tablas, sábanas, varillas, todo lo que se necesitaba para una pequeña carpa que nos cubriera del sol.
Íbamos llegando familia tras familia, carro tras carro, camión por camión, y tomabas el lugar que quisieras. Era todo tuyo el ambiente, el aire, el piso y la diversión. Nadie cobraba por ello.
Los que durábamos un día, esperábamos el atardecer para el regreso. Otros se quedaban en campamentos más sofisticados, y lunaban con sus fiestas. No había luz eléctrica en la zona de Guayabitos. Como quiera te alumbraban los faros de los autos o las propias lumbradas de leña.
El retorno no era menos emocionante que el arribo. Nos agarraba la noche en los caminos pero los choferes eran expertos. No faltaban los accidentes, pero en esos tiempos no eran tantos, hasta después.
El turismo del centro del país
Cuando cobró fama Rincón de Guayabitos como una de las playas más amigables del Pacífico, la gente de Guadalajara, Aguascalientes, y Querétaro deben haber sido los primeros en pasarse el tip.
Y en efecto, para 1972, 1973 prácticamente era un desfile interminable de autos con placas de esos estados. Ellos, los del centro del país, necesitaban forzosamente llegar a Tepic, pues no existía la carretera de cuota Chapalilla- Compostela que les ahorraba tiempo y combustible.
Aquí en Tepic se abastecían de gasolina y comida. En nuestra capital solo existía, que me acuerde, el supermercado La Cruz, precisamente frente al templo de la Cruz. Y los mercados Juan Escutia, Abasolo, Morelos y Heriberto Casas. En Xalisco hubo otro supermercado importante en esas fechas.
Ahí se compraban víveres con anticipación, pues las tiendas cerraban para también, sus dueños y familias, irse a pasear a las playas.
En los días últimos de la Semana Santa, Tepic era un pueblo fantasma, un desierto. No se encontraba ningún negocio abierto, salvo alguna farmacia de guardia y alguna gasolinera en donde se hacían filas de dos o tres horas para surtirse.
Todo era diferente
Hoy Rincón de Guayabitos es una puerta que te abre la zona de Nuevo Vallarta, el lugar de moda en el mundo. Ya está todo urbanizado y con desarrollos en donde disfrutas el mismo paisaje, la misma naturaleza, el mismo cielo inmensamente azul.
Pero nosotros lo vivimos en ciernes, casto, con el romanticismo o el recuerdo, quizá de que ahí tuvimos nuestro primer amor. O ahí conocimos el mar. Echados en la playa porque no había camas, no había quien te cobrara por tu felicidad.