No es tanto el qué, sino el cómo. No es porque se quedase sin el que hubiese sido su quinto título en Madrid, su 28º de un Masters 1.000. Y no es porque la derrota suponga la caída del cuarto al séptimo peldaño del ránking de la ATP, algo a lo que Rafael Nadal hoy día no atiende. El problema de fondo es que su inclinación ante Andy Murray (6-3 y 6-2 en una hora y 28 minutos) abre de nuevo la puerta a la inquietud. “Es de estos días que no vamos a recordar. No es agradable terminar una semana como esta así. He conseguido recuperar sensaciones gracias a la energía que me habéis dado aquí, así que seguiré intentándolo en Roma y Roland Garros”, expuso el de Manacor en el parlamento posterior a la final.
Meritorio lo del escocés, al que aún le quedaban piernas y pegada. Así, a base de carreras y derechas, le hizo el primer break (tres puntos de ruptura de seis, al final) a Nadal, que no se encontró desde el calentamiento. El español disparó al limbo varias pelotas relativamente fáciles y no llegó a coger el ritmo en todo el primer set. No estuvo fino ni en el drive ni en el revés y por momentos pareció jugar con plomo en los bolsillos. Resoplidos, gesto torcido. Una mirada al banquillo con una negativa desalentadora: “No puede ser”. Hubo un pequeño instante para la esperanza, un punto hermoso que invitó a pensar a los 12.500 asistentes en la reacción, cuando evitó que Murray llevase la iniciativa y le embistió cuatro veces, con otras tantas réplicas del escocés, abatido al final en su defensa gracias a un smash demoledor. Aplausos a rabiar, el punto de giro emocional que necesitaba el asunto, pensaron unos cuantos.
Pero nada. Fue solo un espejismo. 3-0 arriba, Murray bregó como un jabato y estuvo muy sólido con el servicio (73% de puntos ganados, 81% con el segundo). No exhibió fisuras el de Glasgow, recompensado además por el juez de silla en dos bolas que se fueron al pasillo y Nadal las marcó. Hubo silbidos, y después un gran desconcierto porque el ganador de 14 grandes no mostró el más mínimo atisbo de reacción. Fue una tarde durísima para él, de esas que dejan cicatrices profundas en la mente. Porque ayer, Nadal compareció, pero no estuvo. Colapsó. Lo intentó con todo pese a que entre sus sienes fluyera un mar de dudas ante ese y quiero y no puedo en el que se tradujo su juego durante todo el encuentro.
Después del chute de adrenalina que supuso el triunfo contra Tomas Berdych en las semifinales, una dosis de positivismo para alzar el vuelo y entonar los biorritmos del campeón, el duelo frente al británico se tradujo en una amargura constante, en un correctivo severo. De principio a fin. Mal día para el desvanecimiento.
Si en el primer parcial no hubo apenas batalla, el segundo pasó a ser prácticamente anecdótico. Cedió el primer servicio de nuevo Nadal y siguió todo el rato a remolque, correteando en vano detrás de los pelotazos de Murray, el número tres, espléndido en todas las facetas y coronado por segunda vez –había ganado ya en 2008– en Madrid.