REFLEXIONES SOBRE LA EDUCACIÓN

Por Daniel Aceves Rodríguez

Como todos los seres humanos, en alguna ocasión de nuestra vida, nos hemos hecho preguntas esenciales como la de ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿cuál es el sentido de nuestra existencia?, ¿qué es la vida o qué es la muerte?, cuestionamientos que por ser así de elementales son los que pueden generar y han generado toda una ciencia, que es la Filosofía la cual es considerada la madre de todas las ciencias, encontrando en sus funciones el cuestionar todos estos conceptos donde el binomio inteligencia y voluntad toma como verdaderos asumiendo una actitud que busca esclarecer su origen y llevar así al ser pensante a conocer el sentido de su propia existencia, puesto que la inteligencia mueve a la voluntad afanosamente para encontrar en la verdad un bien excelso para el hombre.

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Ya los antiguos filósofos griegos Platón y Aristóteles habían dicho que una causa raíz que impelía al hombre en la búsqueda de los primeros principios, de las primeras causas y los fundamentos del ser, mundo y vida era la capacidad de asombro, de admiración y de extrañeza que siente el mismo ante la realidad que lo rodea y ante la conciencia de sí mismo y del contexto en que se mueve, entorno evidente que ineludiblemente generan en él un deseo extremo de saber más y de congratularse y enriquecerse con este conocimiento.

Este asombro base del conocimiento lo ejemplifica la expresión de Sócrates cuando al pasear en un mercado de Atenas mencionaba a sus pupilos “Qué inmenso es lo que no necesito”, igualmente Platón lo describe perfectamente en su Diálogo Timeo, al decir que la naturaleza del hombre conocedor era como la de “eternos niños” ya que veía en ellos el asombro como condición más elevada del aprendizaje y de la existencia humana; similar al Eureka (otro vocablo griego) expresado con sorpresa por Arquímedes al encontrar que el empuje que un cuerpo recibía al sumergirse en el agua era proporcional al líquido desplazado, situación que a la Física dotó de importantes cálculos como la densidad.

Ya en el siglo pasado el francés Antoine de Saint –Exupery en su magna obra El Principito al hablar del amor, la amistad, el sentido de la vida y la naturaleza humana, defendía a la sabiduría de los niños como algo que sirve para guiarse en su vida adulta pero que irremediablemente se va perdiendo por la edad, la esencia se escapa de la vista porque es invisible, aquí está mi secreto decía, es muy simple, solo se ve bien, lo que se ve con el corazón, lo evidente es invisible a los ojos.

Todo esto nos lleva a pensar que el hombre nunca debería perder su capacidad de asombro base importante para su conocimiento, sin embargo pareciera que el hombre la ha ido perdiendo a consecuencia de aplicar para todo y en todo una actitud pragmática, hostil y soberbia que lo posiciona como un ser deshumanizado que vive un constante estado de superficialidad, donde presta más atención a hechos banales que son efímeros, que no duran nada, una felicidad pasajera que solamente nos lleva a un mayor estado de infelicidad tal como lo puntualizara el filósofo alemán Shopenhauer al describir al hombre como un ser deseoso de poseer cosas pasajeras que al tenerlas provocan un hastío y desea otra cosa más, generando así una insaciabilidad dolorosa.

El hombre al darle más importancia a aquello que da más sentido a nuestro vivir que a nuestro existir, trastoca metafísicamente el sentido real del conocer, al olvidar lo que importa, lo que trasciende produce una desvalorización de lo divino por lo humano, tal vez en nuestros días la tecnología ha incrementado ese factor de ir perdiendo la capacidad de asombro, ya que nos engañamos al pensar que todo es posible, que ya todo se ha inventado y que no podemos esperar ya nada más, por eso nos apasionamos más con un resultado catastrófico en un partido de la selección nacional que por la hambruna, la pobreza o los estragos del terrorismo, no prestamos atención a ellas o tal vez no las dimensionamos de acuerdo a la importancia que tienen, simplemente dejamos de sentir que algo nos conmueve dando a entender que vivimos inmersos de una frialdad increíblemente dura.

Pues si bien desde la cuna de la Filosofía el amante de la sabiduría buscaba que el discípulo abriese su espíritu hacia el mundo real y sensible para que impactados sus sentidos poder elevar el alma a ese mundo suprasensible y asir así a su razón el discernimiento de los entes, condición necesaria e indispensable para esa preparación y aquiescencia del ser a lo que le rodea e influye.

En estos términos es la Educación la que debe fomentar ese asombro como función de primer orden, lo decía el Maestro Vasconcelos en su obra Tratado de Metafísica que “el docente debe desarrollar en el dicente esa capacidad innata y estimular la iniciativa, la innovación, dejar los caminos trillados y consabidos y echarse al hombro la responsabilidad de que si queremos un futuro distinto nos toca construirlo cada día con nuestras manos, en el aula, en la casa o en nuestro diario caminar”. 

No es casualidad que desde los tiempos remotos de los grandes sabios se buscaba prepara al alumno en espíritu y cuerpo ejercitado cual atleta en sus sentidos internos y externos hacia ese tesoro que es el saber, culmino con el título de una de las lecciones del ilustre educador Luis Garibay Gutiérrez que en siete palabras resume uno de los grandes compromisos del educador “El reto actual, es volver a pensar”

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