Voto nulo: autocomplacencia ciudadana

*Desde las elecciones de 1997, las primeras organizadas y calificadas en un marco genuino de legalidad y competencia por organismos autónomos —cuya conformación tantos esfuerzos significó—, la joven democracia mexicana no había vivido una crisis de credibilidad y legitimidad que, como la actual, involucrara a todos los partidos políticos.

Unos y otros enfrentaron en este período procesos de ruptura, descomposición o pérdida de respaldo electoral por diferentes causas, pero no al mismo tiempo: mientras unos pasaban por un momento crítico, otros emergían o consolidaban sus capacidades y atractivos ante la ciudadanía, de tal forma que ésta percibió y experimentó opciones de cambio en esos años.

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En 1997 el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y la emblemática e inaugural elección de jefe de Gobierno del Distrito Federal, con lo cual inició su caída de los siguientes años. En aquella elección intermedia, el PRD y Cuauhtémoc Cárdenas representaron la principal opción de cambio, y parecían perfilarse a las siguientes elecciones presidenciales como la fórmula más sólida. Fueron, sin embargo, el PAN y el liderazgo de Vicente Fox los que lograron convencer a la mayoría del electorado y encarnar la primera alternancia democrática.

Las elecciones intermedias de 2003 ofrecieron también opciones frescas y atractivas a los ciudadanos: el PAN, en el ejercicio inédito de la presidencia de la República, con amplio respaldo ciudadano, y el PRD, tratando de remontar el fracaso del 2000 a través del nuevo liderazgo de López Obrador desde la jefatura de Gobierno del Distrito Federal, mientras el PRI, errático en la orfandad presidencial, echaba mano del poder de sus gobernadores para tratar de reconstituirse y volver a Los Pinos, lo que acabaría en un rotundo fracaso en 2006.

Las elecciones presidenciales de ese año ofrecieron las opciones de los dos principales partidos opositores al viejo régimen, PAN y PRD, y nuevas alternativas emergentes, en una muy cerrada competencia que, conforme a las cifras oficiales, terminó resolviéndose a favor de Felipe Calderón por una diferencia de medio punto porcentual.

La secuela de dicha elección daría aliento y opciones a los siguientes comicios intermedios en 2009, a partir de los cuales el PAN caería en una aguda crisis, en tanto el PRI, con la figura de Enrique Peña Nieto a la cabeza, reaparecería con fuerza y un eficaz discurso de renovación rumbo a las elecciones presidenciales de 2012, también con dos opciones atractivas para el electorado. El resultado significó el regreso del PRI a la Presidencia de la República; ratificó la base social de la izquierda representada por el PRD y el liderazgo político de López Obrador; e implicó una severa sanción ciudadana a doce años de gobiernos panistas.

Hoy la sociedad no tiene la percepción de contar con opciones partidistas nuevas o atractivas. La gran mayoría muestra un abierto rechazo a todos los partidos, lo que plantea una crisis de legitimidad democrática real, pero también una seria disyuntiva ciudadana. Las encuestas indican que alrededor del 60 por ciento podría abstenerse y del 5 por ciento podría anular su voto.

Esta percepción sobre la falta de opciones, entre otros motivos, se debe a que casi todos los partidos ya han tenido la oportunidad de ejercer el poder y todos han incurrido en graves errores y desviaciones. Esto es reflejo de nuestra corta y pobre experiencia democrática y, desde luego, exige cambios de fondo en el sistema de partidos. Pero la escasa responsabilidad y participación ciudadana en los asuntos de interés público es la otra parte del problema. Por ello, promover la abstención o la anulación del voto abona a falsas salidas no democráticas e implica una estéril forma de autocomplacencia ciudadana.

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