En 1996 recuerdo que nos invitó a un bar de la avenida Rey Nayar a un evento donde presentaría una de sus numerosas obras impresas. Muchos de sus invitados jamás habían pisado un lugar de éstos. Obviamente no era a puertas cerradas, de manera que los clientes seguían fluyendo, ante la mirada atónita de los invitados e invitadas inéditas e inéditos, que, mejor, se iban saliendo hasta sin despedirse como siempre lo hacen en lugares convencionales como museos o teatros, como están malacostumbrados.
Gamboa, a quien yo acababa de conocer y nos identificábamos plenamente por las vagancias intelectuales, disfrutaba con su sonrisa de gato las vergüenzas de aquellos de sus invitados que no estaban tan de acuerdo en las vaciladas del maestro.
Él ya sabía quiénes eran sus “clientes” para sus ironías y me los señalaba con algún movimiento de cabeza, cerrando un ojo, o dándome un puntapié por debajo de la mesa. Más de una vez no soporté las carcajadas y me levantaba bruscamente fingiendo tos. Don Héctor era un formidable cómico, y yo era algo así como su patiño. Me encantaba su finura para dejar ridículos a los ridículos, y sin tener la necesidad de decirles: Ridículos.
Hubo varias ocasiones en que Gamboa Quintero me invitaba a tertulias. El grupo de intelectuales que lo seguía a todos lados mudó de locales casi cada año. Yo iba muy pocas veces. Le insistía a Gamboa que no me insistiera a la vez. No maestro, no me gustan esas reuniones. Ándale, vamos, me respondía con su parsimonia de siempre. No, don Héctor, me “caen gordos” sus amigos. A mí también, me replicaba con su locura cínica, “Pero, Venado, es que ellos pagan los whiskys”.
Finalmente acepté acompañarlo algunas ocasiones. Casi siempre eran cenas en donde cada comensal pagaba su cuenta por lo individual. Gamboa ya sabía perfectamente que cuando el mesero llegara conmigo a cobrarme lo mío, él ya tenía contemplado el asunto, se levantaba a buscar a alguien, escogía algún sayo, y le ordenaba imperativamente: “Fulano, ¡paga la cuenta del Venado!” lo que se consideraba una orden implacable a pesar de las caras de churro que ponían los paganos. Cada vez don Héctor me escogía un mecenas nuevo. Yo sabía que a nadie le gustaba pagarme mi cuenta, y también Gamboa lo sabía, de manera que el skecth, la comedia, el teatro, nos salía a la perfección.
El jurado de poesía “Amado Nervo”
A mediados de la primera década del año dos mil, Gamboa Quintero me invitaba a ser parte del Jurado del Premio nacional de Poesía “Amado Nervo”.
–Maestro, es que mire, yo..
-Vénte, somos Ernesto Acero tú y yo.
-¿Sabe el rector que voy yo, porque, mire..
-Sabe todo. Yo me encargo.
Y tras de estos breves diálogos yo ya estaba en la fecha, el lugar y la hora citados con Acero y Gamboa, quien nos dictaba la mecánica de juicio. El mantenedor en ese año era Chava Mancillas que nos entregó toneladas de paquetes de hojas bond empaquetadas en sobres separados.
Calificábamos y elaborábamos el acta. El primer año el jurado lo presidió Gamboa. Los siguientes tres años los presidí yo. La vez que declaramos desierto el premio Acero y Gamboa me llevaron empujado a leer el acta. Anímate, Venado, oía que me decían mis compañeros jueces. Fue en el Teatro del IMSS y tener que leer un acta para no entregar el premio de ese año fue el reto de mi vida. Los únicos que me aplaudieron después de la explicación fueron precisamente Ernesto Acero y Héctor Gamboa Quintero. El resto del auditorio quedó mudo.
El año pasado lo recordamos en un bar de Tepic
En octubre del 2014 don Héctor Gamboa Quintero cumplía 80 años de edad. Pero también en la misma fecha, el 22 de octubre del pasado 2014, cumplía 4 años de haber fallecido.
Curiosamente, don Héctor había nacido un 22 de octubre de 1934 y muere el 22 de octubre del 2010, el mero día de su cumpleaños.
Héctor Gamboa Soto, compañero mío en la prensa y en otras correrías, hijo del escritor Héctor Gamboa Quintero, me habló tan seriamente que l e tuve que creer: “Venado- me dijo secamente-, voy a hacerle un homenaje a mi papá el 22 de octubre; ayúdame a organizarlo”.
Ni qué negarme, pero mi primer pregunta fue ¿dónde va a ser?, porque me imaginaba un museo, una casa cultural o algo así. De principio me dio flojera.
De inmediato Gamboa Soto me dijo: Lo voy a hacer aquí en Bar don Toño. Voy a invitar a mi familia y a los amigos de mi papá. Voy a poner unos vinos. Hablas tú y Campa Bonilla y ya, nos vamos.
Está bien, le contesté. Luego le ayudé a recodar algunos de los amigos de su padre, y todo estuvo listo para ese día del año pasado. El bar, que se ubica por la P. Sánchez y Zaragoza, no se cerró al público en general. Pero quedó tan bien organizado que el homenaje a don Héctor sería en una parte del local en donde se colocó una fila de mesas. La barra quedó libre para los parroquianos consuetudinarios y las mesas cercanas a las pantallas de televisión.
En el homenaje éramos ya como treinta personas. En la barra unas diez.
Como se planeó, yo iba a ser el presentador. Cuidé no andar demasiado ebrio para ser lo solemne que puedo ser con mis amigos. Y así las cosas, empecé por reconocer a cada invitado. Planeé un programa improvisado, dije, “a ver si le gusta a Gamboa”.
Vi a mi amigo Sergio “Pica, Lica Califica”, y le pedí en corto: Sergio ¿“Te avientas un sketch”?. Sí, me dijo hasta sonriendo.
Ok. Le dije, y dí principio al programita con él, con el Pica Lica. Sergio traía una lotería, siempre la trae. Me pidió que yo gritara las figuras. Empezamos con ¡El Diablito!, y el Pica Lica se aventaba un albur. ¡Las Jaras! Y el Pica Lica se aventaba un albur. ¡El pájaro! Y el Pica Lica se aventaba un albur.
Tan llamó la atención que los clientes habituales que piden música en la barra, le solicitaron al encargado si le bajaba o de una vez que le apagara al volumen, para escuchar las vaciladas de don Sergio Barba Lino, el Pica.
Era una risa encabronada de todos. Terminó Pica Lica y conminé a hablar a cada invitado, por no más de dos o tres minutos. Todos seguíamos brindando por don Héctor. Habló Campa Bonilla, habló el doctor Arturo Camarena, habló Salvador Castañeda O’Connor, habló Oscar González Bonilla, habló Jorge Gutiérrez, habló Mary Castro y habló, a nombre de la familia, el licenciado Rafael Gamboa Soto. No recuerdo que otras personas hubieron intervenido pero todo el homenaje a don Héctor Gamboa Quintero duró una hora exacta.
Finalmente su cumplió el objetivo de regresar a don Héctor Gamboa Quintero a un bar. A un lugar de esos en los que él acostumbraba llevar a presentar sus libros, y en donde gozaba ridiculizando a sus amigos cursis.
Mary Castro leyó el epitafio que dejó Gamboa Quintero
En su intervención, la muy activa y siempre amable Mary Castro, amiga y adoración de don Héctor, dio lectura al epitafio que el propio escritor acaponetense escribió para sí mismo.
“Te ruego leer mi epitafio, este triste adiós que será definitivo para siempre. A cambio pido que prometas firmemente que la voz no va a quebrarse en tu garganta, que la humedad no empañará tus ojos, que el corazón no rinda la plaza a la tristeza.
Queda por tanto prohibido el discurso que mencione mis bondades,
Lo mismo que el suspiro y que juren me echarán de menos.
Aunque he de confesarles que un día reuní todo el talento para contar la mejor de mis historias y si no la escribí, ni fue mi culpa, me lo impidieron necias, una tras otra, mis mujeres.
Al final no me importó la falta de un gran premio que me hubiera dado pasaporte para un lugar de gran encomio.
Nadie habrá que pronto se restablezca de la ausencia oportuna, de mi figura en la mesa, de lo que pertreñó mi pluma, de mis proyectos de gloria, de las gratas celebraciones, de mis viejas tristezas.
Saben en el fondo, que si a un paraíso van, a conocerlo irán seguros, pues en ese lugar en mesa de pista, sereno y tranquilo, los espera un amigo: Héctor Gamboa.