Realidad y ficción, simples coincidencias
La noche y diciembre son reflejos del alma. Guardan en un espacio pequeño el amor y alegría de un sentimiento futuro; el resplandor tenue del recuerdo que aparece al apagar las luces, de aquellos que se fueron, dejando en nuestros quehaceres un espacio vacante que jamás se podrá ocupar.
De noche, cuando por fin llego a mi cama, recuesto mi cabeza sobre la almohada, mi vista se clava en el techo del cuarto: un cielo que dibuja figuras de ángeles y dioses. Concibo sueños y guardo en el ropero las decepciones, enojos y sonrisas del día entero. Volteo mi mirada y me topo con el espejo: reflejo fiel de lo que es mi alma.
En diciembre mantengo en mi rostro una leve sonrisa, que ajusto todos los días en las mañanas para que no se refleje el miedo y la soledad que nublan mis ojos. Pero en cada diciembre despierto en una mañana fría, acurrucado entre sábanas. Mi cuerpo se aferra a ese cálido sentimiento que sólo produce la cama, tu propia cama. Mientras afuera, la neblina cubre las casas y ahuyenta de las calles los sonidos imprudentes, todo a mi alrededor está en calma. Me siento inútil y ausente. Por un momento decido levantarme, pero mi cuerpo se reprime, se acongoja, se posa firme y queda frente al espejo, y entonces, logro ver las lejanías, los recuerdos, las pasiones y amores olvidados; mi rostro es distinto: no despide sonrisas, es opaco, reseco, agrietado, y aparece descubierto; no lo cubre nada, ni pinturas ni falsas promesas, ni adornos ni amores fingidos; es él y yo mismo, solos, mirándonos fijamente; pero en esta ocasión la mirada no se dirige a los ojos ojerosos y dilatados, va más allá, penetra esa capa delgada y entra tempestuosamente entre luces y destellos; de pronto, ahí, agazapada, afligida, congelada, inmóvil está mi alma: taciturna, franca, sencilla, confesa. Es un cuarto sin límites ni paredes, como un universo sin estrellas, oscuro y frío; puedo escuchar mi respiración; mi aliento despide un vapor al tiempo que mi cuerpo se estremece con repetidos escalofríos.
Camino lentamente con pasos al costado, pero mi alma se aleja, parece temerle a la cercanía. Ella no habla, no grita ni conoce palabras, está hecha de emociones y sentimientos. No va por la calles publicando su nostalgia. Oculta su angustia, su pesar y zozobra, como si fuera la causa del triste tormento que le ha dejado por castigo, una solitaria prisión como eterna condena. Llora en silencio. Siempre busca un lugar en las noches para desahogarse en calma, se aleja de todos para tocarse las heridas, y sentir ese ardor que solo se siente por dentro. Cubre su desdén con telas y pinturas, para alejar cualquier sospecha de dolor y pena. Sale de gala, como todas las almas, como si pudiera borrar la esquina fría, oscura y vacía que siempre la espera en casa, en cualquier casa.
El alma es un archivo inmenso que guarda todo, el amor y las rosas, el dolor y las espinas, las sonrisas y los besos, pero sobre todo, la flor del olvido, la canción del recuerdo, y el llanto fúnebre de los que se han ido. Pero nadie, como dije, nadie voltea a ver al alma, porque quién en su sano juicio quisiera escuchar la historia de un corazón roto, olvidado, despreciado, un corazón herido. El vacío es la cordura del ego y de los iguales, por eso se comprenden, en un mundo donde hay un tiempo exclusivo para ellos, el tiempo de los tristes.
Porque a la noche se le espera, para dejar atrás las máscaras y las poses adoptadas. Porque a la noche se le teme, en ese preciso momento donde aparece frente a nosotros el reflejo más vívido de lo que somos, no ve fachadas, ni fiestas ni falsas sonrisas ni botellas caras; aquí se olvida la ficción que hemos creado para los demás: apariencia frívola de lo que pretendemos ser.
A pesar del ruido y murmullo de la gente, de los brindis, abrazos y cantos de alegría, en cada cuarto, en cada casa; ahí, a un lado del sillón principal, en la sala, en el patio, en la cocina, en las rejas de las ventanas; en cada rostro con párpados caídos; y siempre, siempre bajo un árbol, se pueden escuchar, las voces de las almas ausentes. Porque a pesar de tanto y de todo, siempre, siempre, me harás falta.