Realidad y ficción, simples coincidencias
Douglas North, premio nobel de economía de 1993, en su teoría sobre las instituciones marca un aspecto que todos los mexicanos conocemos: “las instituciones son las reglas del juego en una sociedad o, más formalmente, son las limitaciones ideadas por el hombre que dan forma a la interacción humana”. El cambio institucional conforma el modo en que las sociedades evolucionan a lo largo del tiempo, por lo cual es la clave para entender el cambio histórico.”
Por una razón hasta ahora incomprensible, el ADN mexicano rechaza de manera sistemática a las instituciones, como si estuviéramos predeterminados a simularlo todo: simulamos la acreditación de conocimientos para aumentar el número de titulados en las universidades; simulamos la democracia, las buenas costumbres, la moral, el Estado de Derecho, y llegamos al extremo de creernos lo que simulamos. Alguna vez leí a alguien afirmar que, somos tan moralistas que nos alcanza, incluso, para una doble moral.
Octavio Paz señala que “incurriría en una grosera simplificación quien afirmase que la cultura mexicana es un reflejo de los cambios históricos operados por el movimiento revolucionario.” ¿Si no somos lo que la historia dice del mexicano, qué somos entonces?
Una institución es signo de corrección, de validez, de rectitud, de buen oficio, de buen andar, de futuros prometedores y de consecuencias previsibles; porque cuando sientes que te observan te comportas; cuando te sabes vigilado te corriges; cuando sabes que te califican te esfuerzas; cuando temes perder algo lo cuidas y te esmeras; cuando se premia el esfuerzo te motiva.
La corrupción no se elimina por simples actos formales, como reformar una ley o establecer sanciones más severas. En la corrupción hay algo que la impulsa, presiona y guía; por sí sola no tiene actividad o movimiento alguno. ¿Acaso no es más fácil pagar una mordida que intentar obtener una licencia de construcción? La corrupción se origina mayormente por la ineficacia burocrática y la ineptitud de sus operadores, principalmente por aquellos que la diseñan y dirigen, pero va siempre dirigida a las exigencias de un pueblo. No más allá.
Me explico: el Derecho Administrativo en México tiene muy poco desarrollo en comparación con cualquier otra materia, lo que la vuelve sumamente compleja. Si usted analiza la Ley de Responsabilidades, tanto local como federal, podrá advertir la deficiencia normativa con la que fueron redactadas. El problema reside en que la mayoría de las normas están expresadas en proposiciones normativas o enunciados que establecen un estado de cosas, ¿Sabe usted lo que es esto? ¡No verdad! Pues ni los legisladores ni los encargados de aplicar las leyes administrativas lo saben. Imagine que usted le encarga a un mecánico cocinar un delicioso platillo y a un chef arreglar su automóvil.
En otras palabras, para sancionar a alguien debidamente los operadores deben tener, en cierto grado, la misma capacidad que un experimentado en argumentación jurídica. Y sabe cuál es el mayor problema: que la mayoría de los abogados no saben lo que es esto.
Un hombre se arrastra por el suelo una vez, para mirar lo que la serpiente ve; si se queda allí, los demás hombres no ven a un hombre en el suelo: ven a una serpiente. Entonces, la corrupción se institucionaliza.
Definitivamente espero equivocarme, porque la deficiencia en la aplicación de los recursos lesiona gravemente el complejo de servicios públicos que recibimos todos los mexicanos; pero si no me equivoco, habremos comprobado con la reforma educativa y anticorrupción, que el arte de simular, es el mejor oficio del mexicano.