Lo de “Pascual Bailón” fue en Nayarit

Sin duda, Amado Nervo es uno de los poetas más aclamados de América, pero también un cronista que redactó una historia muy al estilo de Miguel de Cervantes.

Se trata de los gavilleros de Manuel Lozada, a mediados del siglo XVIII.

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El lugar donde sucede la comedia es el llamado Monte de los Cuartos, un páramo que se localiza en las inmediaciones del municipio de Santa María del Oro.

He aquí el texto íntegro de la crónica de Amado Nervo:

“Don Pascual Buendía, comerciante de la cabecera del séptimo Cantón, era, sobre todo, una persona formal, de una seriedad proverbial en toda la comarca, donde lo mismo decía: “Hasta que se rió don Pascual”.

Como a Jesucristo, según la tradición romana, “jamás se le vio reír”, aunque tampoco se le vio llorar. Era, de palo, y de buen palo. En la ciudad había desempeñado cargos importantes: había sido Juez de lo civil, y hasta Presidente del Ayuntamiento varias veces.

Se pintaba el bigote y usaba bastón de ébano con amatista, cosas que acrecían extraordinariamente su importancia. Tenía tienda de ropa, carretela, y casa propia y otras cosas que lo hacían más serio y respetable aún. Bueno; pues este don Pascual tuvo que hacer en aquellos días un viaje a Guadalajara, y comprendiendo lo aleatorio de su seguridad en el camino, especialmente en el Monte de los Cuartos, llevó consigo la menor cantidad de equipaje posible. En el Monte de los Cuartos aguardaba, en efecto, una cuadrilla de la peor laya que pueda verse, y que, por desgracia, acababa de ser muy duramente escarmentada por los liberales, quienes colgaron a varios bandidos. La noche había cerrado por completo, una noche diáfana y tranquila, toda temblorosa de astros. De los árboles pendían aquí y ahí los cadáveres de los ahorcados recientemente, proyectando sobre la tierra su sombra móvil y absurda, los odiosos ahorcados que, según voz de la gente del monte, ¡”chiflan” con el viento!

El “azorríllense” vibró en aquella ocasión con más solemnidad que de costumbre. La diligencia se detuvo, y a la rojiza y crepitante luz de las teas, los bandidos empezaron a apoderarse, sin abrirlos siquiera de todos los baúles de la zaga, y a cargar con ellos algunas mulas que traían, y que a medida que se les completaba la carga eran internadas en el cerro. Cuando hubieron concluido esta faena, en medio del silencio angustioso y lleno de presentimientos de los viajeros (hombres todos), el capitán dijo a éstos gravemente: “Síganme”, y antes de que los malaventurados pensaran en hacer resistencia, fueron ligados de manos y empujados hacia el monte.

—¿A dónde nos lleva? —se atrevió a preguntar, con tímida voz, un pobre chiquillo, que temblaba repegado a su padre.

—¿A dónde? ¡A tronarles! —respondió bruscamente el capitán, para que no nos denuncien y para que nos paguen las vidas de éstos (y señalaba a los ahorcados).

El chiquillo se echó a llorar granjeándose así un puntapié de uno de los bandidos, quien le dijo: “Sea hombrecito”. Don Pascual —hay que decirlo en su abono —no había desplegado los labios y marchaba altivo, adusto y grave en apariencia, aunque en realidad tenía un terror de todos los diablos… Por lo demás, los continuos azares de aquellos tiempos y el perpetuo codeo con la muerte habían acostumbrado de tal modo a todo el mundo a las eventualidades trágicas, que era frecuente ver a dos pasajeros ayudándose con toda calma a bien morir, mientras marchaban hacia el paraje donde temían ser fusilados.

Llegados a un claro del monte, distante como un kilómetro del camino real, el capitán se instaló tranquilamente sobre un baúl, dispuesto a divertirse: ordenó que los pasajeros fueran sucesivamente atados a un tronco de árbol corpulento, que limitaba el claro, y fusilados uno a uno. Luego pidió aguardiente, que le alargaron en un bule, y bebió asaz. La escena era pintoresca en extremo, como hubiera dicho una miss excursionista, de esas que se parecen por las aventuras, y que en vano las buscan ahora en este México, que va perdiendo su carácter romántico. Cuatro bandidos con hachones alumbraban el claro. Pegada al tronco del árbol estaba la primera víctima a quien el capitán había ordenado ofreciesen un trago de “revientatripas” “pa darle ánimo”; en rededor, los otros infelices que esperaban su turno ligados y amordazados, y frente al árbol cinco pelados que examinaban sus fusiles para proceder a la ejecución.

El primer disparo sonó, prolongando sus ecos en la infinita calma de la noche, y el infeliz ejecutado se desplomó a medias, con un gemido, quedando detenido por las cuerdas que lo ligaban al tronco. A la descarga siguió un grito de horror, el del niño de marras; grito que le valió la muerte inmediata, pues el capitán ordenó:

—¡Ahora ese mocoso, para que no haga escándalo!

Don Pascual esperaba su turno, no por cierto con la altivez de un romano de los buenos tiempos; tenía miedo, un miedo atroz, que había ido creciendo con el espectáculo de aquella carnicería espantosa… Sí, tenía miedo (¿no estaba acaso en su derecho?); y si a duras penas lo ocultaba, era porque no quería que los otros lo notasen, los otros que “morían como los hombres”, pero que, a pesar de esto, tenían miedo también. Más cada nuevo testigo que desaparecía, se hubiera dicho que le dejaba su miedo, de tal suerte que cuando desapareció el último, don Pascual se quedó con el miedo de todos…

Sólo una vieja esperanza lo alentaba: la del rescate, por el cual pensaba ofrecer una fuerte suma, llegado el momento supremo.

—Ahora le toca a usted, amigo —dijo el capitán, que ya estaba algo chispo—; venga antes a que yo le dé un trago “pa” que no diga que soy mala gente: a ver, que le quiten la mordaza.

Así lo hicieron, y don Pascual se acercó más muerto que vivo al jefe, que le alargaba el bule.

—¡Don Pascual! —exclamó éste al verle de cerca, con movimiento de sorpresa— pero si es don Pascual Buendía, el de Tepic, el hijo de don Alejo, de mi protector.

—¡A ver, desamárrenlo luego! —añadió dirigiéndose a su gente—. ¡Es don Pascual, el hijo de mi protector! >

Don Pascual sintió que el alma le volvía al almario, y hasta ganas le dieron de besar al capitán. Afortunadamente, en aquel momento crítico se acordó que había sido Juez de paz, Presidente del Ayuntamiento, etc., y de que su serenidad era proverbial en Tepic, y se contuvo. Pero no cabía en toda su pomposa personalidad el placer; porque de seguro, aquello quería decir que no lo mataban.

—Sí, señor —siguió diciendo el bandido—. Su padre de usted me sacó una vez de la cárcel, me salvó la vida, porque iban a fusilarme, y me dio dinero. Le debo muchos servicios y valeduras, y yo seré lo que usted quiera, pero a agradecido ni Dios me gana, y por eso no lo mato a usted. Venga a beber otro trago, ándele.

Don Pascual, que ya había recobrado la noción de su respetabilidad, apartó el bule diciendo con cierto melindre:

—No bebo aguardiente. Yo sólo tomo vino de mesa…

—¡Con mil de…! —rugió entonces el capitán, echando al aire un expresivo terno—. No se le vaya a empollar la boca, hi… de… (aquí otro terno)—. ¡Conque me hace menos!

—Es que me irrita el aguardiente…

—Pues más le irritarán las balas… (aquí otro terno). A ver tú, Melquiades, me amarren a este delicado en el árbol y que le truenen.

Don Pascual, olvidando su dignidad se echó a los pies del bandido, suplicando:

—¡No me mate; beberé lo que usted quiera!

—Es claro que beberá (…) y no sólo beberá, sino que bailará (…) —aulló el capitán, que ya estaba ebrio—. ¡A ver, vaya pensando qué me baila, y pronto, que tengo prisa!

Don Pascual sintió que se sublevaba en él todo el orgullo de su “posición social”; pero ya no se atrevió a resistir. En los ojos del bandido había algo tan amenazador, que hubiera sido una temeridad contrariarlo.

—¿Qué quiere usted que baile? —suspiró don Pascual.

—!El Palomo! —gritó el capitán.

Y don Pascual se puso a silbar y a bailar El Palomo…

Aseguro a ustedes que el espectáculo no tenía par por absurdo.

Don Pascual, en medio de aquella banda de forajidos, en ropas menores (con calcetines blancos), rodeado de los cadáveres de sus compañeros y a la luz de las fogatas rojizas, bailaba con la gracia y el primor de un oso de feria.

El capitán se divertía de lo lindo, y sus carcajadas, dignas de un dios de la Iliada, resonaban en el bosque dormido.

Terminado el baile, se imponía el canto.

—A ver, don Pascual —gritó el capitán—, una cancioncita.

Don Pascual lleno de vergüenza, se enjugaba en un rincón el rostro con el dorso de la mano, único pañuelo que le habían dejado los salteadores. —Pero si no tengo voz…, si no sé cantar…

—Masque —replicó el capitán brevemente.

Don Pascual comprendió que tampoco en esta vez era oportuno hacer objeciones, y se limitó a preguntar con voz dolorida:

—¿Qué quiere usted que cante?

—Las amapolas.

Y don Pascual, con las inflexiones armoniosas que puede tener un tambor, y la afinación de una corneta de barro, cantó en un desolado falsete que lo hacía deliciosamente cómico:

Amapolitas moradas

de los llanos de Tepic,

si no están enamoradas,

enamórense de mí…

Una salva de aplausos premió este nuevo y “gracioso” esfuerzo, después de lo cual, el capitán quiso que don Pascual “echara maromas y en seguida que hiciese el apache, y luego que bailase aún, y tornase y retornase a bailar, hasta que, cansado de la diversión, y “pa que todos vieran que era agradecido con el hijo de su bienhechor” ordenó que trepasen a don Pascual a un caballo, y así, en ropas menores y con los ojos vendados, lo llevasen al camino real, a unas dos leguas de aquel sitio, y lo dejasen libre.

Así se hizo, y la víctima fue abandonada al pie de un mezquite, donde más tarde lo encontraron unos arrieros.

Una leve claridad empezaba a teñir el cielo de nácar; a cierta distancia se perfilaba la masa sombría del monte, como una pesadilla lejana, y don Pascual, restregándose los ojos, miraba el paisaje y se palpaba los miembros, temblorosos con el frío de la mañana, como el que vuelve de la locura, y sintiendo vagamente que algo muy importante de su personalidad había muerto aquella noche, con sus compañeros, al pie del árbol-patíbulo: su prestigio y su respetabilidad.

¿Cómo se supo la escena en la ciudad? Dios lo sabe. El caso es que desde entonces don Pascual cargó y ha de cargar aún, si es que no se lo ha comido la tierra, con un sobrenombre o alías que le ha escocido siempre: San Pascual Bailón”

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