Zitacua alberga en su mayoría a integrantes de la comunidad indígena wixárika, coras, tepehuanos y mexicaneros.
Los huaraches de cuero, calzones largos de manta, sombreros de palma adornados con plumas y chaquiras y las camisas con coloridos bordados típicos de grupos indígenas se mezclan en la cotidianeidad de una mancha urbana sumida en el tránsito vehicular y en las prisas del día a día.
En el monte Los Metates, en la parte más alta de Tepic, una ciudad de 400 mil habitantes y capital del occidental estado mexicano de Nayarit, se erige la colonia Zitacua, un suigéneris micrositio donde las tradiciones ancestrales autóctonas se preservan en medio de la modernidad del Pacífico mexicano.
Zitacua, cuyo nombre significa “Lugar donde crece el maíz”, alberga en su mayoría a integrantes de la comunidad indígena wixárika (conocidos en español como huicholes), pero también a coras, tepehuanos y mexicaneros, etnias que habitan la zona montañosa de la Sierra Madre Occidental.
“Vivir en una casa diferente (de concreto) no nos impide llevar nuestras tradiciones”, dice a Efe Cirila Benítez Torres, una de las cocineras wixárikas de la colonia urbana, en cuyas entrañas hay una rara mezcla entre lo indígena y lo mestizo.
Fue en la década de 1980 cuando cinco Marakames Mayores, los sacerdotes sagrados y curanderos, tuvieron un sueño que les dictó que debían fundar una colonia wixárika en Los Metates, donde percibieron magia, misticismo y energía para preservar su sabiduría, alimentos, plantas, artesanías y deidades.
Desde aquel 19 de octubre de 1987, cuando el Gobierno les cedió tierras para 121 lotes, mantienen casi intactos sus rituales y sus enseñanzas ancestrales, que mezclan con su nueva realidad de pertenecer a una urbe en constante crecimiento y movimiento.
“Crecí con la idea de mis padres de conservar y hacer nuestras ceremonias tradicionales con amor, cosa que sigo haciendo aquí”, agrega Cirila, quien dejó la comunidad de Las Guineas de Guadalupe del municipio de El Nayar para vivir en una enorme ciudad, pero en un monte que consideran sagrado.
Son cerca de mil 200 habitantes, 80 por ciento de ellos wixárikas, originarios de localidades de la Sierra de Nayarit y parte de los estados de Jalisco, Zacatecas y Durango; 10 por ciento coras, de Nayarit; 5 por ciento de tepehuanes, oriundos de Durango, Nayarit y Chihuahua, y el resto mexicaneros, de Nayarit y Durango.
Los hombres y mujeres en edad productiva abandonan su enclave entre semana para laborar en la ciudad como maestros, albañiles y meseros, pero los fines de semana y durante festividades retoman su vida originaria.
Y entonces ellas portan con orgullo sus blusas y faldas coloridas, así como su pañoleta en la cabeza, y presumen sus pulseras, anillos y collares de chaquiras; ellos se colocan sus morrales peyoteros tejidos y portan sus camisas bordadas finamente con figuras de sus deidades.
Los más de 300 niños estudiantes de preescolar y primaria tienen una educación trilingüe: los profesores les enseñan a hablar la lengua wixárika y los idiomas español e inglés.
Los abuelos y abuelas trasmiten sus ceremonias tradicionales, como la Fiesta del Tambor, también conocida como la Fiesta del Elote, un ritual que comienza en octubre para agradecer a los dioses el regalo que les dio la madre tierra.
Con el canto del tambor, el viaje comienza y los niños con el uso de sonajas representan el vuelo de las aves. Con las ofrendas, un chamán bautiza a los pequeños y les otorga su nombre en huichol, este grupo indígena que utiliza el peyote (un cactus alucinógeno) para conectarse con sus kakauyares o dioses.
“Hemos enfrentado discriminación, pero también hemos sabido adaptarnos a nuestra realidad”, detalla Rogelio Benítez Torres, uno de los líderes huicholes dentro de la colonia, donde las tortillas de maíz morado, los frijoles, salsas y nopales son el alimento principal, sin dejar de lado los tamales, pozoles y sopes.
Los hombres de bata blanca (doctores) solo son visitados cuando la enfermedad es grave, porque los marakames, con las yerbas tradicionales, curan cualesquiera dolencias físicas y emocionales, estas últimas con el peyote.
“Estoy aquí para apoyar a la comunidad”, afirma Jesús María Xaquilpa, uno de los marakames con rostro serio, adusto y con la miradaija en el híkuri (nombre huichol del peyote), la planta ritual que representa los lazos espirituales con la Tierra y el universo.