Anécdota en la Ciudad de México

LA VERDAD… SEA DICHA/

Martín Elías Robles

A veces resulta muy difícil sentarse en el escritorio con la pantalla de la computadora en blanco, y lista para teclear lo que será la nueva columna, vaya asunto complicado cuando la mente está en otro lado menos en el trabajo. Luego de tratar temas políticos, sociales, de salud, y de la temible pandemia del Covid-19, ya no sabe uno si será bueno seguirle platicando a la gente las vicisitudes trágicas que estamos padeciendo, o de plano olvidarnos aunque sea unos minutos de nuestras penas, para platicar sobre cosas más triviales y llevaderas, aunque a decir verdad, esté bastante claro que la función principal de un comunicador es mantener a su audiencia bien informada sobre los acontecimientos actuales, por muy crudo que resulte. Ciertamente la columna nos da permiso y flexibilidad para tocar todo tipo de temas, por eso es que hoy haremos de nuestro espacio un comentario más lijerón y menos preocupante:

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 Cuando radiqué en la Ciudad de México; recién llegado, en compañía de mi hermano Mayo, pasamos algunos momentos realmente difíciles antes de poder incrustarnos en el mundo de la artisteada, un sueño que queríamos realizar, él como cantante y su servidor como compositor. Luego de algunos meses de habernos instalado en la capital del país conocimos, entre muchas personalidades, a gente de la política, pues trabajamos en un conocido lugar a donde los funcionarios importantes acudían para echarse la copa; aunque ahí nuestro trabajo no era constante, a veces nos contrataban y a veces no, así que el dinero escaseaba mucho, razón por la cual muy difícilmente dejábamos ir las oportunidades que se nos presentaban.

 En una ocasión a nuestro teléfono entró una llamada del entonces Jefe de Licencias de la Dirección de Tránsito del Distrito Federal, quien decidió contratarnos para que le lleváramos serenata a su esposa, sólo que la presentación era en una zona muy alejada de donde nosotros vivíamos, y francamente nuestro enjuto capital no alcanzaba para pagar un taxi hasta la residencia del influyente personaje; mi hermano se lo hizo saber, a lo que el cliente pensando que sólo se trataba de una simple excusa ofreció pagar el taxi a nuestra llegada, muy aparte de lo que le cobraríamos por la presentación.   Yo tenía mis dudas para aceptar la invitación, pero mi hermano me convenció asegurando que no habría ningún problema. El acuerdo fue que el funcionario estaría afuera de su casa esperándonos para dar la serenata. Así tomamos el taxi y emprendimos la travesía. Al llegar, como no traíamos el dinero para pagarle al taxista, le pedí a mi hermano que bajara y hablara con el amigo funcionario, cosa que hizo sin reparo alguno. 

Luego de algunos minutos regresó muy acongojado pues el mentado funcionario nunca salió de su casa, y fue la esposa quien le indicó a Mayo que el hombre ya se había dormido, y que cualquier asunto que se tratara con él tendríamos que arreglarlo al día siguiente. No hubo manera de convencer a la señora. Con pena le dije al taxista lo que nos acontecía, y para nuestra mala suerte en ese preciso momento una patrulla de policía se acercó preguntando si había algún problema; verdaderamente supuse que finalmente acabaríamos en la Delegación, pero el taxista confió en mi honestidad, y les dijo a los agentes que todo estaba bien. Ellos se retiraron. -¿Díganme cómo le vamos hacer? Nos cuestionó el buen hombre. Mire amigo, le contesté, si usted nos regresa a casa le entrego mi guitarra, es una Yamaha con un valor de cinco mil pesos, es nueva y vale mucho más de lo que le debemos; el taxista volteó, la vio, y me dijo: -Trato hecho, me la quedo, cuando ustedes tengan mi dinero me llaman. Bendito Dios que tuvimos la suerte de encontrarnos un alma noble que nos sacó del apuro; jamás le volví  a llamar, pues aunque me pesó entregar la guitarra, consideré justo dejársela al amigo como un regalo a su nobleza. Hasta pronto. Para comentarios mi correo robleslaopinion@hotmail.com

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