LAS ARMAS NACIONALES SE HAN CUBIERTO DE GLORIA

Por Daniel Aceves Rodríguez

En la bella ciudad de Puebla, en la parte baja donde capitanean orgullosos los históricos Fuertes de Loreto y Guadalupe se encuentra majestuoso un mausoleo dedicado a uno de los héroes militares más destacados de la historia patria, quien escribió justo en ese lugar con letras de oro una de las más grandes hazañas bélicas que tuvo nuestro país durante el convulsionado siglo XIX caracterizado por las luchas intestinas y las invasiones extranjeras.

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Ahí en la cima de una de esas torres esculpidas por el ilustre artista Jesús Corro Ferrer y junto a unas hermosas fuentes que de noche marcan un espectáculo que se percibe como un caleidoscopio multicolor para aquellos que tienen la dicha de observarlo desde un mirador ex profeso, ahí la historia y la imagen quedan detenidas ante la egregia figura del General Ignacio Zaragoza que cual valeroso jinete manifiesta en su expresión el sentir de un pueblo mexicano que era víctima de una injusta invasión de un poderoso ejército extranjero.

Puebla fue el escenario donde el valeroso general dio testimonio de que cuando el corazón y las ansias de triunfo están presentes, esto puede mover las voluntades y afrontar las más difíciles pruebas como ocurrió ese 5 de mayo de 1862, en que el ejército mexicano tenía que hacerle frente al hasta en ese momento el mejor ejército del mundo, el ejército francés de las tropas napoleónicas que habían visto en México una opción para extender su poderío y cruzar fronteras dejando atrás la influencia de su odiado rival Inglaterra.

Zaragoza por órdenes de Juárez encabezaba el Ejército de Oriente que preparaba su estrategia ante un orgulloso General Charles Ferdinand Latrille conocido como el Conde de Lorencez, que se jactaba de la superioridad de los combatientes galos ante una minimizada defensa nacional; para ellos era solamente una encomienda más que sería fácil de sortear. Pero las cosas no fueron así,  el General Zaragoza por su parte arengó a su tropa argumentando que “Nuestros enemigos son los primeros ciudadanos del mundo, pero vosotros sois los primeros hijos de México y os quieren arrebatar vuestra Patria”, con ese mensaje la mañana de ese día glorioso se dio el toque de guerra y el planteamiento bélico nacional empezó a rendir sus frutos desde los combates iniciales y sobre todo por la fortaleza que se estableció desde la parte superior a la cual ni los más bravos zuavos que se habían destacado en las guerra europeas y del norte de África podían superar contra la actitud del ejército mexicano reforzada por una legión grande de indígenas zacapoaxtlas que ofrendaban en la lucha cuerpo a cuerpo su vida por la nación.

El resultado es conocido, el toque de retirada se escuchó del lado francés, el escenario sonreía a México, tal como lo escribió Zaragoza: “ Hoy las armas nacionales se han cubierto de gloria, las tropas francesas se portaron con valor en el combate y su jefe con torpeza”, ahí en el campo de batalla quedaba el testimonio del heroísmo y valentía de un pueblo indomable que lucha por su patria; después vendría el cuidado de los heridos, el recuento de las bajas y de los pertrechos, se había ganado una batalla, una gran batalla, más no la guerra.

Tal es la Historia de enigmática que aquel gran General que igualmente había participado en el triunfo de la batalla de Calpulalpan en 1860, aquella que había culminado con la Guerra de Reforma y que daba el triunfo a Juárez ante los conservadores, ese General que habiendo nacido en Texas en 1829 cuando aún pertenecía a México y que después partió a Matamoros y de ahí a Monterrey, había hecho su vivac en Puebla y preocupado por el estado de salud de sus heridos, visitó posterior a la gran batalla a las tropas en las borrascas de las cumbres de Acultzingo, contagiándose penosamente de la enfermedad de tifo o tifus (no confundir con tifoidea) que en esos tiempos era de consecuencias letales, esta enfermedad mermó tal su salud que casi a escasos cuatro meses de su gran y sonoro triunfo, el General Zaragoza fallece ante el asombro y tristeza de todos por esa nefasta enfermedad.

Era un 8 de septiembre de 1862 cuando a la edad de 33 años deja de existir  un personaje que tuvo una vida meteórica dentro de la Historia patria y que marcó un legado de Gloria y orgullo, por eso la Ciudad de Puebla donde realizó su mayor hazaña lleva su nombre y en ese mausoleo reposan sus restos que un 5 de mayo de 1976 por decreto del Presidente Luis Echeverría Álvarez se trajeron de la Ciudad de México descansando a los pies del escenario donde se desató esa gran batalla.

Por cierto es muy significativo observar el lenguaje no verbal de las estatuas ecuestres donde la posición de las patas del caballo nos dicen la forma como murió el prócer, si el equino tiene las dos patas levantadas, es que murió en batalla, si sólo tiene una en el aire es que su jinete murió por las heridas en combate días después y si está sostenido en sus cuatro apéndices quiere decir que el fallecimiento ocurrió por causas naturales, en el caso de Ignacio Zaragoza se le ha considerado en el segundo ejemplo, a pesar de que no murió por heridas de batalla, sí la causa fue el esmero y cuidado que tuvo de los suyos al estar al pendiente de su recuperación y contagiarse de esa mortal en ese tiempo enfermedad, tal como lo explican con mucho orgullo los guías turísticos de esa ciudad que lleva su apellido.

Honor a quien honor merece, y este 5 de mayo hemos recordado al gran General que vistió de Gloria las armas nacionales.

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