Mis caminatas en el centro histórico de la ciudad de México Parte Segunda y Última

He narrado parte de lo que viví en la ciudad de México, respecto a la etapa en que me dediqué a los talleres de poesía y las becas de literatura. Puede escucharse pretencioso, pero mi  realidad era la vagancia, la pobreza, el ir y venir sin casa ni ciudad ni rumbo. No había ingresos fijos ni seguros. Había oportunidad para becarse en varias instituciones oficiales, pero el gobierno reservaba esa  gratuidad a los jóvenes extranjeros provenientes de países  sudamericanos como Chile, Argentina, Paraguay o Perú, donde había tiranías militares. México refugiaba a todos los inmigrantes, y les daba becas aunque  no fueran poetas o escritores.

De tal modo, que los que los mexicanos que no teníamos a alguien conocido en las esferas del gobierno, le batallábamos muchísimo más que los llegados del extranjero. Yo tuve oportunidad de becarme en el Instituto Nacional de Bellas Artes, área Literatura, que funcionaba en el segundo piso de la torre Latinoamericana. El compromiso era asistir una vez por semana a un taller de poesía, y pagaban algo así como dos salarios mínimos mensuales. Tanto tiempo libre era dedicarse a vagar por las calles, a andar buscando dónde rentar y obviamente a gastar lo poco recibido en francachelas.

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No duré mucho en el INBA, por rebeldía. Me parecían muy malos escritores. Yo era arrogante en ese aspecto, pero mi oposición al estilo creativo del resto me llevaba a acaloradas discusiones con los encargados del taller, y sin medir las consecuencias, yo arrancaba para la calle. Como se dice, ya me gustaba la mala vida.

Fui tan presuntuoso en el asunto de escribir poesía, que muy pronto y muy cerca del INBA, solicité una beca en la UNAM para el taller de poesía que funcionaba en el Palacio de Minería, hoy Museo Manuel Tolsa, ubicado también en el centro histórico. Tal como lo previne, no se me hizo difícil obtener esa beca, que era también de dos salarios mínimos al mes e igualmente el compromiso era asistir dos horas por semana a un salón. Aquí la cuestión estaba un poco peor para mí. Los becados eran pequeño burgueses. Me acomplejaba. No estaba al nivel de imagen y presentación del resto, que incluía varias mujeres. Total, asistía y me salía. Toda la década del setenta y parte del ochenta fui así, entrando y saliendo de todos lados sin avisar, como fantasma.

En el taller de la UNAM había menos extranjeros. Un grupito de ellos me entendió que yo quería vagancia e independencia, y me buscaban por ahí cerca en un billar que se llamó “Metropolitano”. Iban conmigo y me hacían sentir igual que ellos, me llevaban a cantinas donde daban de comer y me regalaban ropa. Incluso algunos me ofrecieron cuartos en sus grandes casones de la Roma o Condesa. Cuando por inasistencias me quitaron la beca, un amigo y una amiga del taller me condujeron a entablar una entrevista de trabajo en Editorial Novaro.

Me aceptaron, tras una exitosa prueba, en el departamento de Corrección. Éramos varios y por todos pasaban los textos a corregir. Me propuse dejar las bebidas alcohólicas para ver si me estabilizaba y lo logré durante tres o cuatro meses. Renté un cuarto en Viaducto Piedad, y compré ropa nueva y calzado. No me sentía muy bien como empleado tipo “gutierritos”, pero al fin y al cabo seguía cerca de mi afición por las letras y el periodismo. Y logré algo de sobriedad.

Por aquellas fechas se me habla de Tepic para que viniera a la fiesta de quince años de mi hermana menor. Y me dije que porqué nó. Pedí permiso para un fin de semana y la empresa no solo me dio el permiso sino que me pagó los pasajes de avión de México a Guadalajara y el retorno. Vine a la fiesta, me encontré varios amigos de parranda, y ya no regresé a Novaro. No me importaba seguir sin nada qué hacer, y, como no me querían en mi casa familiar por desordenado, busqué a mis amigos para seguir aquí ya en mi ciudad y mis ambientes.

En 1981 un viejo conocido, Alejandro Pineda, me propone trabajar en un suplemento literario del naciente periódico Sigloveintiuno. Para eso, me presenta a Mario Coz en la plaza de los constituyentes. Les dije que sí, que escribiría un poema por semana, y así comencé las series que llamé “Trastornos” y a continuación, “Estragos”. Esos poemas se han perdido la mayoría. He tratado de rescatar archivos y se ha puesto difícil. En fin, me hice de una gran amistad de Mario Coz, que hasta la fecha perdura a nivel de casi hermanos. Por un tiempo me dio alojamiento y comida ahí con sus padres en la colonia Morelos.

Mario Coz me hablaba mucho de un “movimiento Infrarrealista” qué él había conocido en su estancia también por la ciudad de México. Me nombraba a muchos poetas de ese movimiento pero insistía en un tal Mario Santiago. Un día Mario Coz me invitó a visitar la capital del país para presentarme a Mario Santiago. Yo no tenía intenciones para regresar al Distrito Federal. Pero era tal la insistencia de Mario Coz que un día agarramos un camión y nos hicimos acompañar de un litro de brandy tras de una desvelada de alcohol. Íbamos borrachos en el viaje al DF, pero al fin llegamos y buscamos a Mario Santiago. Lo encontramos en el área de la Casa del Lago de Chapultepec.

Mario Coz me presentó como un poeta de Tepic, y la verdad no estaba yo entendiendo todo el asunto. Lo cierto es que en ese mismo rato, Mario Santiago nos llevó a un merendero donde también vendían cervezas. Mario Santiago nos invitó. Estuvimos largo rato hasta que anocheció y Mario Santiago nos dijo que nos fuéramos con él a la casa de sus padres en Ciudad Satélite. Llegamos dotados de botellas de vino suficientes para una desvelada. Mario Santiago se puso a leer casi todos los poemas de su libro “Sueño sin Fin”. Luego Mario Coz leyó mis poemas de Trastornos y Estragos. Yo no sabía que Coz traía en su morral mis poemas.

La mañana siguiente Mario Santiago nos preguntó si nos quedaríamos y Mario Coz le dijo que no, que él se regresaba y yo le dije que me quedaría de nuevo en la capital, a ver qué aventura tendría esta vez. Así de fácil se me hacía ir y venir a todos lados. Mario Coz se esfumó y nos dejó otra vez en Chapultepec. Mario Santiago me dijo véngase a un piso que acabo de rentar y ahí se queda. Bien, le contesté. Llegamos a Isabel la Católica a un caserón porfiriano que no se había caído de milagro. Ahí tendimos petates y cobijas. Mario tenía ahí a su lado a Xilonen Ruiz, quien recuerdo que nos hacía unos desayunos fáciles.

Mario Santiago y yo, emprendimos la era de las caminatas diurnas y nocturnas, en un distrito federal interminable, rústico, misterioso y lleno de peligros para los demás, porque para Mario Santiago y para mí, la gran ciudad era una fiesta. Leíamos y discutíamos en los parques, en los camiones urbanos, en las plazas cercanas a las estaciones del metro. Fueron como unos cinco meses de ebriedad. Un día ya no nos vimos, cada quien agarró su locura y su anarquía y ya no supe más de él, hasta cuatro años después de que se había muerto, atropellado por un camión urbano. Se había renombrado como Mario Santiago Papasquiaro, y así aparece su nombre repetidamente en las búsquedas de google. Papasquiaro es un poeta tempestuoso, rebelde e incomprendido. Me queda mucho material pendiente. Por ahora espero no haberlos enfadado. Gracias.

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